opinión

Hay que pasar el invierno


<b>Hay que pasar el invierno</b>

Por Lalo Zanoni
Periodista especializado en comunicación digital y nuevos negocios.


Permiso, pero estamos en guerra. Quisiera hacer un par de comentarios al respecto. La guerra es, también, mobile. Es la primera vez que casi todo el planeta globalizado puede ver la contienda bélica en vivo y en directo gracias a los celulares inteligentes y las redes sociales. La "World War Wired", como la bautizó el columnista del The New York Times, Thomas Friedman. La guerra de TikTok, de Telegram y de Twitter. Los soldados ucranianos (ver el caso de Alex Hook, cuya cuenta tiene más de tres millones de seguidores, o el piloto apodado "El fantasma de Kiev") se filman en TikTok para mandar mensajes a sus familiares y amigos. También bailan, ríen. Los usuarios de todo el mundo los humanizan, les ponen cuerpo y empatizan con ellos.
¿Esto modifica algo? ¿Evita muertes? ¿Logra hacer retroceder a Vladimir Putin? No. Pero hablamos de comunicación. Y para entender, siempre es mejor saber que no saber y ver que no ver.

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La guerra es, también, la de los memes. Estas nuevas maneras de comunicación en mínimas dosis propias de las redes sociales y los celulares hicieron su debut bélico. Contundentes, graciosos, globales, simples de entender y muy virales, los memes son usados hasta por el gobierno de Ucrania en medio de su guerra. Horas después del primer ataque ruso, en febrero, la cuenta oficial del gobierno compartió un dibujo estilo caricatura de Hitler y un niño Putin que sonríe, orgulloso de su padre. La cuenta ya había usado memes irónicos sobre Rusia en otros momentos, antes de la invasión.
La guerra instala nuevos y eficaces métodos de comunicación que después la sociedad adopta y adapta. No es casual que el famoso meme "Keep calm and carry on" ("Mantenga la calma y siga") tiene un origen en un cartel británico de la Segunda Guerra Mundial.

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La guerra es, también, de Volodímir Zelenski. El presidente de Ucrania se convirtió en un verdadero héroe de la resistencia patriótica pero también en un gurú transmedia que comunica todo en multiplataforma, aprovechando la viralidad de las plataformas y las redes y la potencia de sus mensajes. Es como un Elon Musk pero de la política. Como gran comunicador, no deja ningún detalle al azar. Tardó un día en reemplazar su impecable traje azul por una remera verde militar y dejarse la barba. Todo comunica, y lo sabe.
Genera puestas en escenas. No duda en aparecer en video hasta en la ceremonia de los premios Grammy para pedir ayuda y emocionar a la industria de la música ("la muerte es silencio", dijo). Tampoco duda en compartir con sus millones de seguidores en Twitter cada una de sus conversaciones con los líderes mundiales, como si se trataran de charlas en la fila de un supermercado. Su cuenta oficial del pajarito (que acaba de comprar… ¡Elon Musk!) pasó de 500 mil seguidores antes del ataque ruso a casi 6 millones a principios de abril.
Zelenski tiene mucho más velocidad y escala en el manejo de la comunicación que su contrincante ruso. Su relato lo comunica con videos selfies grabados con un celular, que envía a través de Telegram y Facebook para ser vistos en pocas horas por varios millones de personas y que, a su vez, son replicados en los grandes medios del mundo. Eficacia y contundencia.
¿Le servirá esta velocidad al habilidoso Zelenski para torcerle el brazo a Putin? Lo más probable es que no, pero estamos hablando de comunicación. Y todos sabemos que, tarde o temprano, siempre habrá un día después y ahí es cuando la prolija estrategia de Zelenski mostrará toda su efectividad.

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La guerra es, también, la energía. Es el insumo básico para el desarrollo económico y social de un país. Nada se puede hacer sin energía.
Hoy Europa le paga a Rusia mil millones de dólares diarios. Repito: mil millones de dólares diarios por el gas que le compra a Rusia. Ese gas genera energía, necesaria para las industrias y los hogares de millones de personas. Por eso no puede cortarlo ni reemplazarlo de un día para el otro. El único ítem que quedó fuera de la sanción económica que los países occidentales le aplicaron a Rusia, apenas empezó la guerra, fue la energía. Europa depende de Rusia como de ningún otro país del mundo y, al mismo tiempo que condena la invasión a Ucrania, la financia con el dinero del gas que recibe. El dato es demoledor porque habla de la pulcra estrategia militar de Putin y también de la impotencia europea, presa y atada de pies y manos. Al mundo no lo hacen los buenos.
El tema de la energía y la guerra conlleva a hablar de la importancia de tener independencia energética. Este invierno que ya asoma, se presenta complicado para nosotros, los argentinos. El país tiene varios problemas importantes y urgentes pero el principal no es la inflación, ni siquiera su pobreza inmoral. El mayor problema de nuestro país es el energético. Desde ahí se desencadenan los subsidios que provocan el déficit fiscal, la falta de inversiones, el aumento de los precios, etc. Quien ocupe la presidencia después de Alberto Fernández sabe que si no le encuentra la solución al nudo, estaremos siempre girando en falso, pero con una situación social cada vez más grave.
Al país ya le falta gas natural y por eso tenemos que importar entre el 20 y el 40% (según la estación) desde que en 2011 dejamos de ser un país autoabastecido. Lo importamos de Bolivia en su mayoría pero ahora resulta que por la guerra los precios subieron de cuatro a cinco veces su valor. El ministro Guzmán no tiene plata para pagarlo y las tarifas subsidiadas de luz y gas, ya sabemos, no se pueden subir más que un 20% porque Cristina se enoja.
Lo paradójico es que con las reservas de Vaca Muerta no deberíamos importar ni un solo metro cúbico de gas sino al revés: exportarlo. Pero falta inversión en infraestructura para hacerlo (fundamentalmente transporte, pero también puertos y otras cuestiones).
Frente a este panorama, el mundo necesita gas y petróleo pero acá nos damos el lujo de cuestionar la posible exploración de petróleo off shore frente a la costa de Mar del Plata, a unos 300 kilómetros mar adentro. ¿Por qué? Por una muy poco probable contaminación ambiental cuando en todo el mundo los pozos petroleros funcionan con un muy bajo costo ecológico. Estamos atrapados en nuestros propios problemas.

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Mientras tanto, las mismas redes sociales que nos muestran en vivo lo que pasa en Ucrania son, según Gustavo Béliz, las que "intoxican el espíritu de nuestras democracias". El influyente secretario de Gobierno sorprendió al presentar un programa para potenciar "el buen uso de las redes sociales". Nadie entendió a qué se refería, cómo pensaba hacerlo, ni con quién. Pero todos entendimos que era un intento del gobierno para un anhelo tan viejo como estéril:
controlar los contenidos que circulan por los infinitos pasillos de las redes sociales.
Ese día y los posteriores, ardió Twitter. La polémica se instaló. Lo positivo del asunto es que el nervio social contra algún tipo de intento de censura funciona muy bien. La gente no quiere que le controlen ningún mensaje. Y mucho menos que lo hagan desde el gobierno, con sus impuestos. La gente quiere ser libre. Que no la molesten, que la dejen en paz. Que baje la inflación. En un momento donde, en el mejor de los casos, no sobra ni un solo peso: ¿cómo el gobierno puede pifiar así y comunicar tan mal?
De todas maneras, hay un debate necesario y en algún momento habrá que darlo, tal como ocurre en otros países. Las redes sociales y el bien común, sus riesgos, el buen uso. Que se enseñe informática y programación en las escuelas de todo el país. Y cómo hacer para generar más anticuerpos para lo negativo que traen las redes: las fakes news (generados mayormente por el mundo de la política), el bullying digital, el acoso, la xenofobia, el hackeo y phishing, la discriminación a las minorías, etc. Ah, una última cosa: en ese debate no se olviden de invitar a Facebook y a Google. Por las dudas.
En un mundo en guerra y en un país con altísima pobreza y una inflación al límite, el invierno se asoma complicado. Abríguense.