reportaje
Alejandro Katz y el costo de la civilización
Por: Carlos Acosta
¿Qué idea de civilización está puesta en juego? ¿Una que es producto de
la Ilustración y la Modernidad, o una contra revolucionaria, que intenta
restaurar un viejo orden y una sociedad jerárquica, rígida y cerrada? Con
la lucidez que lo caracteriza, Katz desentraña los motivos que llevaron a
la sociedad argentina a vivir uno de los momentos más complejos de su
historia.
Alejandro, ¿por qué estamos como estamos y qué determina que hayan ganado los
neo reaccionarios?
Creo que para comprender el momento presente debemos volvernos al pasado, mirar hacia
atrás, porque, en mi opinión, lo que estamos viendo hoy en el mundo occidental es una crisis
profunda -es difícil decir si es el fracaso definitivo, porque no sabemos si la crisis se resuelve
o si produce una disrupción y vamos hacia algo nuevo- una crisis de la época iniciada en
el cruce de las revoluciones Industrial y Francesa, de lo que podríamos llamar nuestra
Modernidad. Esas revoluciones, la Francesa (y la Norteamericana) y la revolución industrial,
se caracterizan, en lo que nos importa ahora, por dos grandes rasgos: la sustitución de la
idea de que la soberanía política proviene de Dios y la asumen los reyes por la idea de que la
soberanía radica en el pueblo; y la transición de la producción artesanal en un mundo rural
y tradicional a la producción industrial en los mundos urbanos.
Los cambios que provocaron estas dos ideas son inmensos. Miles de libros han intentado
darle sentido a cada uno de los efectos de estas transformaciones. Pero hay un factor muy
importante, y es que ambas ponen en el centro un concepto que no era nuevo pero que
adquiere un sentido totalmente nuevo, la idea de progreso. El progreso es la versión secular
de la idea religiosa de la salvación; el concepto que permite que los infortunios del presente
se soporten a cambio de algo mejor en el futuro. En el mundo religioso, es la salvación del
alma en la vida eterna. En el secular, la idea de que aquello que hoy provoca frustración, dolor
o sacrificio se va a solucionar, porque en el futuro vamos a vivir mejor. Con más confort, más
salud, más bienes materiales y simbólicos.
La diferencia entre la idea del progreso y la de la salvación es al menos doble. Por un lado
porque la salvación se produce después de la vida, y el progreso al menos podría producirse
en vida. Pero si no se produce en la vida de uno, al menos es hereditario, transgeneracional.
"Lo que no puedo conseguir para mí lo van a disfrutar mis hijos".
Políticamente, los últimos dos siglos han oscilado entre revolucionarios y reformistas. La
revolución suponía adelantar los frutos del progreso al presente, hacerlos presentes de
inmediato. La reforma, ir construyendo lentamente aquella promesa que se va renovando.
Los reformistas aceptan que nunca se llega a una situación final ideal, que lo que se obtiene
hoy es peor de lo que se obtendrá mañana, que debe ser reimaginado y volver a trabajarse.
Por diversas razones, entre ellas una no menor vinculada al fracaso de las revoluciones, la
idea de revolución fue en mayormente sustituida por la de reforma.
Ya nadie piensa en revolución. No solo porque las revoluciones realmente existentes
fracasaron, es decir que no cumplieron la promesa de hacer presente el progreso de inmediato,
sino también porque un componente importante de la idea revolucionaria consistía en la
sustitución del régimen que producía el progreso. Y dados los cambios en la sociedad, la
mayor parte de la gente decidió que no quería cambiar el régimen sino que quería disfrutar de
sus beneficios. Nadie quiere vivir en un país comunista. El encanto de la idea revolucionaria
se disipó.
Y las reformas básicamente funcionaron desde el punto de vista civil, social y cultural.
Pensemos que cuando se sustituye la idea de la soberanía divina de los reyes por la soberanía
del pueblo, el pueblo está integrado por hombres propietarios. Se demora mucho tiempo para
que esté integrado por todos los hombres, y mucho más por los hombres y las mujeres. Pero
la Modernidad es un régimen de puertas que se abren. No de puertas abiertas, de puertas que
pueden abrirse: tienen cerraduras y trabas, pero no son muros. Si vos luchás, vas a conseguir
votar, decidir sobre tu cuerpo si querés interrumpir el embarazo, la jornada laboral de cinco
días y ocho horas, que la escuela no te cueste para poder formarte, que cuando envejezcas te
paguen un salario para no morirte. Hay resistencias, cerraduras y candados, pero también
goznes. La puerta es lo que cierra y lo que abre, lo que obstruye y lo que permite el paso.
Haciendo un fast forward local, esto lo interpretó bien el peronismo.
Esto lo interpretaron bien muchos, casi todos, diría, pero el peronismo en algún sentido
particularmente bien, en efecto. En todos los momentos hubo tensiones entre abrir y cerrar,
entre permitir y no permitir, permitirle a algunos y no a otros, algunas cosas y no otras. El
peronismo fue un régimen de apertura fuerte en el social. Menos en lo simbólico. No fue el único.
Hubo experiencias anteriores, como el voto universal para los hombres, tempranamente en
Argentina. El derecho de obtener la nacionalidad también es un momento de puertas abiertas
importantes. No muchos países tuvieron la política inmigratoria que tuvo el nuestro. Por
necesidades o por conveniencia, pero ocurrió.
Hay tensiones, intereses y contradicciones, pero en nuestro mundo
mental el progreso funcionaba. Teníamos la certeza de que el futuro
iba a ser mejor que el presente y de que nuestros hijos iban a vivir
mejor que nosotros. Y eso organizó a las sociedades occidentales
durante dos siglos.
Hubo distintas, pero diferentes.
Permanentemente es este ir y venir entre abrir y cerrar, incorporar y excluir. No es lineal.
Hay tensiones, intereses y contradicciones, pero en nuestro mundo mental el progreso
funcionaba. Teníamos la certeza de que el futuro iba a ser mejor que el presente y de que
nuestros hijos iban a vivir mejor que nosotros. Y eso organizó a las sociedades occidentales
durante dos siglos. El momento de auge de esta idea es la segunda posguerra. Lo que los
economistas franceses llamaron "los treinta gloriosos", los 30 años posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, en los que había pleno empleo, plena actividad productiva (toda la industria
funcionaba a su máxima potencia), tiempos de espera para comprar heladeras, lavarropas o
autos (tardaban seis meses en entregártelos) y la ciudad consumía al máximo. Las tasas de
educación universitaria se dispararon en Europa y en América Latina. El acceso a la vivienda,
los derechos civiles (el voto femenino, el matrimonio, el divorcio, el aborto), la dispersión de
los bienes culturales (entramos en una sociedad de masas que consumen como elites). Ir a la
playa, las vacaciones. Comprar libros, escuchar música.
Eso funciona bastante bien hasta principios de los 70, en la primera crisis del petróleo. En
ese momento aparece una gran dificultad. La política de los estados, que habían garantizado
que esto funcionara, no puede satisfacer a la vez las demandas de rentabilidad del capital y
de bienestar de la sociedad. Entonces comienza lo que un sociólogo alemán llamó "comprar
tiempo". Para poder seguir satisfaciendo esos dos núcleos de presión tan importantes, sin los
cuales no hay legitimidad política o sustentabilidad económica, Occidente empieza a generar
deuda privada y pública, e inflación: tres formas de sostener artificialmente la demanda del
capital y de la sociedad. Eso funciona entre los 70 y principios de los 2000. Pero en la crisis
de 2008 se hace evidente que ya no hay más recursos para comprar tiempo. Comienzan las
consecuencias de la globalización. Básicamente, la asunción por las grandes masas de las
sociedades occidentales de que no hay más progreso: "No voy a vivir cada día mejor y mis
hijos van a vivir peor que yo".
Es el momento en el que se desencadena una emoción muy potente: el resentimiento por el
incumplimiento de una promesa que organizó todas nuestras vidas. Es lo que captura esta
derecha populista, que en cada una de sus versiones tiene propósitos diferentes. Algunos
son globalizadores como Milei, otros son nacionalistas como Trump. Algunos están muy
imbricados con el mundo religioso, otros son más laicistas. Pero básicamente tienen en
común el rechazo de las ideas ilustradas y modernas. Quieren reponer un orden jerárquico
de inmovilidad, en el cual ya no hay promesas de progreso; solo la garantía de que cada uno
va a estar en su lugar.
Y como para cada uno de nosotros los males que padecemos son causados por otros que están
saliendo de su lugar, que están intentando entrar, y por tanto compartir recursos con los que
ya están ahí, todos pensamos que se va a poner en su lugar a aquel que viene a perturbar
el orden que queremos que exista. En Europa y en Estados Unidos son los inmigrantes. Los
culpables de que yo no progrese, los que me quitan el trabajo y generan inseguridad, los
que afectan mi cultura y mis tradiciones, los que ponen en cuestión mi identidad subjetiva
y colectiva. Entre nosotros se ha dado en llamar "la casta": los que reciben beneficios que
no están asociados con méritos que les vamos a reconocer. Se apropian de mi esfuerzo, mis
recursos y mi talento, y viven mejor a expensas de que yo viva mejor.
Pero en la crisis de 2008 se hace evidente que ya no hay más
recursos para comprar tiempo. Comienzan las consecuencias de la
globalización. Básicamente, la asunción por las grandes masas de
las sociedades occidentales de que no hay más progreso: "No voy a
vivir cada día mejor y mis hijos van a vivir peor que yo".
Es el momento en el que se desencadena una emoción muy potente.
"De la nuestra".
Exacto. En cada contexto el identificado como responsable del fracaso de la posibilidad de
progresar es un actor diferente. De algún modo, lo que tienen en común estos movimientos
es eso: el cuestionamiento de las ideas que la Ilustración y la Modernidad trajeron consigo.
En la última charla que tuvimos para la revista, que fue pre ballotage, manifestabas
cierta preocupación por distintas cosas que podían pasar si ganaba Milei. Lo que está
pasando en Argentina, y lo que pasó con Trump y Bolsonaro, es como de manual. ¿No
podría ser de otra manera?
Creo que no, porque estamos en presencia de personajes cuya configuración mental, cuya
idea de lo que una civilización es, cuestiona las bases mismas de la civilización tal como la
entendemos. Ideas centrales, vinculadas con el régimen político, con el orden social, con lo
simbólico y cultural. Para quienes cuestionan la Ilustración y la Modernidad, la democracia
es un obstáculo. Y estamos viendo en todos lados la voluntad autocrática, de gobernar sin
respeto de las instituciones republicanas, sin el Parlamento, sin la prensa... Los ataques a la
prensa son extraordinarios y compartidos por todos; en el caso de Milei ya es hiperbólico,
pero lo hizo Bolsonaro y lo hace Trump permanentemente.
También el desdén de la
democracia; el desprecio por una esfera pública robusta, en la cual pueda haber puntos de
vista diferentes; el modo en que numerosos colectivos e incluso personas concretas son
despreciados y humillados es sistemático; la voluntad de restaurar un orden social rígido,
en el que las jerarquías no sean objetadas; el desprecio por la razón, y en consecuencia por la
ciencia y el conocimiento, lo que explica buena parte de los ataques al sistema universitario
y científico. Pensemos por ejemplo que la presidenta de la comisión de Ciencia de la Cámara
de Diputados es terraplanista [Lilia Lemoine es la secretaria]. No son cuestiones anecdóticas,
dan cuenta de una cosmovisión.
Creo que parte del análisis que tenemos que hacer nos exige salir del foco de lo económico,
que parece que es el centro de la política del gobierno... No es por una cuestión principalmente
económica que no se aumenta el presupuesto universitario. El peso del aumento solicitado
en el presupuesto no es relevante, y se puede muy bien cubrir con pequeños movimientos
en otras partidas del gasto o de los ingresos. Y las dos manifestaciones, la primera y la de la
semana pasada, muestran que son sectores muy importantes de la sociedad los que apoyan
ese reclamo. Es cierto: la segunda manifestación fue más, como dice el gobierno mismo
"politizada", con la presencia de personajes que tienen gran responsabilidad en la crisis actual,
pero fundamentalmente fue también la expresión de sectores importantes de la sociedad
civil. ¿Por qué al día siguiente de la manifestación firmar el veto? No es ni para demostrar
autoridad, ni por cinismo (aunque también hay algo de ambas cosas, claro).
Es, creo yo, por
lo que decíamos antes: la universidad está percibida, en la sociedad argentina, como la llave
del progreso, de la movilidad social ascendente. Ni falta hace que mencione el título de la
obra de Florencio Sánchez que sintetiza muy tempranamente, ¡en 1903!, esa idea: M'hijo el
dotor. La escuela primaria es percibida como un derecho inalienable, como una necesidad
que debe ser satisfecha. Pero al ser universal no otorga, en principio, ventajas a nadie (es
obvio que no funciona así, y mucho menos en estas épocas, pero esa es la idea subyacente).
Por el contrario, la universidad es lo que permite el cambio de estatuto social. El veto de
Milei a la ley de financiamiento universitario no debe ser leído en clave presupuestaria sino
en clave política y cultural: "no vamos a financiar la movilidad social", ese es el mensaje.
Cuando el presidente dice que los científicos deberían publicar y vender sus libros, y que si no
los venden es porque lo que hacen no le interesa a nadie, está dando cuenta de una relación
con el conocimiento, con la ciencia y con la razón. Cuando ataca a los medios, y cuando en
su discurso inaugural habla de espaldas al Parlamento, está diciendo que desprecia la esfera
pública, que es lo propio de la modernidad en términos de ámbito de deliberación. No hay
mucho margen para dudar acerca del tipo de visión del mundo y de sociedad que alimenta
estos movimientos políticos.
Tenemos que discutir, entonces, qué idea de civilización está puesta en juego. De un lado,
una civilización que es producto de la Ilustración y la Modernidad, del otro la restauración
de un antiguo orden, casi diría de un antiguo régimen, una idea contra revolucionaria, que
intenta restaurar una sociedad jerárquica, rígida y cerrada. Eso es lo que respalda Federico
Sturzenegger cuando hace la apología de la desregulación y sostiene que el valor de las cosas
solo depende de las preferencias de los consumidores. (Dejemos por un momento de lado
las contradicciones en las que incurre, porque toma esas decisiones respecto de algunos
ámbitos y no de otros, por ejemplo no se afectan las prebendas de los empresarios de Tierra
del Fuego, que si tuvieran que vivir de las preferencias de los consumidores, y ellos tuvieran
la libertad de sustituir lo que ofrecen esos empresarios especializados en capturar rentas
por otros bienes fabricados por otros actores, rápidamente los sustituirían.)
Dejando de lado esas contradicciones, y quedándonos con la afirmación dogmática, lo que uno
tiene que decir es que construir la civilización tiene un costo. Hay un costo de la civilización
que preferimos, una civilización que no es puramente mercantil. Hay un costo en el cultivo
de las artes, de la literatura, en los usos del tiempo libre no productivo, en la contemplación,
en el cuidado no mercantil de los otros. En todas esas prácticas civilizatorias hay un costo
hundido. [José Emilio] Burucúa, uno de los más grandes intelectuales e historiadores de
nuestro país, muestra en un libro muy reciente, que se ocupa de la historia del concepto de
civilización, cómo el cultivo de las flores, algo que carece de toda utilidad práctica, es una
de las marcas de la civilización. Ese costo es el que estamos dispuestos a pagar para vivir de
determinada forma. Claramente en la propuesta alternativa de Milei, esa civilización no es
bienvenida.
Cuando el presidente dice que los científicos deberían publicar y
vender sus libros, y que si no los venden es porque lo que hacen
no le interesa a nadie, está dando cuenta de una relación con el
conocimiento, con la ciencia y con la razón. Cuando ataca a los
medios, y cuando en su discurso inaugural habla de espaldas al
Parlamento, está diciendo que desprecia la esfera pública, que es
lo propio de la modernidad en términos de ámbito de deliberación.
Hablabas del ataque a los medios y del rol que están ocupando hoy, sumado a la
inmediatez que genera la utilización de las redes sociales. ¿Cómo ves el escenario
mediático? ¿Coincidís en que las redes le dan una velocidad a la noticia con poco
tiempo para la decantación, la posibilidad de detectar las fake news, y el ida y vuelta
productivo?
Creo efectivamente que las redes están ocasionando daños muy importantes. A la vez, tengo
plena consciencia de que es algo que está ahí. No quisiera que mi interpretación sea entendida
como un cuestionamiento moral y melancólico, como cuando los que entonces eran viejos
-igual que nosotros ahora- decían "la televisión daña porque es mala". Seguramente antes
dijeron "la radio es mala", y no me extrañaría que algunos hubieran dicho "los diarios son
malos". Me gustaría ser cuidadoso al señalar los aspectos negativos de las redes sociales,
pero creo que existen, por muchas razones.
Las redes tienen lógicas de funcionamiento orientadas a exacerbar dos tipos de comportamiento
que pueden ser considerados negativos de un modo objetivo, no por razones nostálgicas.
El primero es -por causas que no dependen de las redes sino del modo en que está organizado
nuestro cerebro, pero que las redes potencian- que cuando en un mensaje aparece una palabra
con carga emocional negativa circula por lo menos un 15 por ciento más de lo que circularía
si no esa palabra no estuviera presente. Eso hace que, dado que quienes interactúan en las
redes quieren potenciar sus mensajes, se vean -no explícitamente, pero sí inconscientementeorientados a utilizar términos agresivos y dar una estructura retórica agresiva a su mensaje,
porque eso lo hace más exitoso. Eso no pasa con otros medios de comunicación. O pasa con
el sensacionalismo, que produce un efecto de incremento de la audiencia pero no pone a
todos los jugadores a gritar e insultar en el espacio público, sino a leer los titulares extremos
que alguien coloca en una cabecera del diario. Las redes promueven el uso de expresiones
agresivas, lo cual aumenta la toxicidad de las interacciones.
Con lo cual toda interacción, y todo aprendizaje de la interacción se
empobrece. Pero además se empiezan a deslegitimar las creencias
ajenas, porque son desvalorizadas por el grupo
Son generadores de climas.
De climas negativos. Y por otro lado, promueven la creación de burbujas y comunidades
de sentido que dificultan el conocimiento de puntos de vista diferentes, y que ratifican las
creencias con las que uno llega a una conversación. Con lo cual toda interacción, y todo
aprendizaje de la interacción se empobrece. Pero además se empiezan a deslegitimar las
creencias ajenas, porque son desvalorizadas por el grupo de pertenencia de cada uno de
nosotros.
Esto tampoco es un resultado de las redes; es un resultado del modo en que las redes potencian
características de nuestros cerebros. La conducta tribal es muy antigua en la humanidad, y
evolutivamente exitosa. Con los propios, los próximos, nos sentimos más seguros, tenemos
vínculos de solidaridad más intensos, nos defendemos de los potenciales enemigos con más
fuerza, generamos más recursos, etc. La conducta tribal tiene una razón de ser en nuestra
estructura mental. Pero para organizarnos en sociedades inmensamente diversas y complejas
como las contemporáneas, tenemos que salir de lo tribal, que no puede exceder determinada
cantidad de individuos. Es un esfuerzo cognitivo y emocional muy importante para conocer,
reconocer, respetar y aprender del otro. Y ese esfuerzo se ha ido construyendo socialmente
a lo largo de milenios de evolución.
La Modernidad y la herencia de la Ilustración aportaron mucho a esto. Pero no solo ellas;
hay una larga historia de conocimiento y reconocimiento, construcción de tolerancia y de
dispositivos para saldar las diferencias y articularlas, para encontrar posiciones intermedias
que no satisfacen plenamente a nadie sino parcialmente a muchos, etc. Las redes se apropian
del diseño tribal de nuestros cerebros y lo potencian, en lugar de moderarlo. A la vez que
se apropian de otros sesgos cognitivos, particularmente el de confirmación, el que hace
que estemos dispuestos a tomar de la realidad aquellos elementos que ratifican nuestras
creencias y descartar los que las cuestionan.
También nuestra civilización hizo esfuerzos importantes para limitar esos sesgos. Por ejemplo,
la ciencia construye mecanismos para que el pensamiento no esté sujeto a sus sesgos. La
educación enseña cómo pensar más allá de ellos. La política nos obliga a pensar en la sociedad
de modo diferente del modo en el que lo haríamos si no hubiera una conversación pública
sobre temas de interés común. Y las redes, una vez más, refuerzan esos sesgos. Refuerzan
los sesgos tribales y de confirmación, y exacerban las retóricas agresivas y violentas. No
hacen una contribución a la vida democrática. Si seremos capaces de rediseñarlas y aprender
a utilizarlas al servicio de una vida en común, no lo sabemos todavía. Es un experimento
bastante nuevo.
Las redes se apropian del diseño tribal de nuestros cerebros y lo
potencian, en lugar de moderarlo. A la vez que se apropian de otros
sesgos cognitivos, particularmente el de confirmación, el que hace
que estemos dispuestos a tomar de la realidad aquellos elementos
que ratifican nuestras creencias y descartar los que las cuestionan.
Los que tenemos algunos años hemos vivido muchas crisis de todo tipo. Pero si
hablamos de decadencia en Argentina, no podemos dejar de reconocer que si hay algo
decadente es la política. Crecimos con el discurso de que los problemas políticos se
resuelven con más política. En este caso, los medios han sido siempre un escenario
y un espacio donde se fue construyendo la política. Con pluralidad, con distintas
visiones, etc. ¿Ves que hay alguna alternativa como para recuperar eso después de
este diagnóstico, considerando la relevancia que tienen las redes dentro del mundo
mediático? ¿Estamos complicados?
Claramente estamos complicados. Yo diría que en Argentina tenemos un serio problema de
elites y clases dirigentes en general, no solo políticas sino también en los sindicatos, en el
mundo de la empresa...
Sí, cuando hablaba de política incluía a los empresarios, al sindicalismo...
Tenemos un problema de elites, de selección y control de líderes. Cuando se hizo público
el presunto escándalo de agresiones físicas del expresidente Fernández a su expareja, me
hablaron de un par de radios para preguntarme por mi opinión. Yo no iba a opinar de eso, pero
lo que dije es que es evidente que no tenemos las capacidades para seleccionar dirigentes y
para controlar adecuadamente a esos dirigentes una vez que están impuestos en la función.
En la vida política ese proceso estaba a cargo de los partidos, que se ocupaban de garantizar
algunas cualidades, el conocimiento y la defensa del programa del partido, el conocimiento
de las instituciones y de las prácticas democráticas, las capacidades de persuasión y
argumentación, y la conducta ética y moral de los candidatos a medida que iban aumentando
en la jerarquía partidaria. Los partidos renunciaron a hacer esa tarea. Seleccionan candidatos
por la imagen que tienen en la opinión pública, por el nivel de conocimiento, por las lealtades
respecto del grupo interno y por las capacidades de conseguir recursos materiales para
financiar la política, pero no por las virtudes que necesitamos que tengan los dirigentes
políticos.
En el mundo empresario también muchos han abandonado las buenas artes de la selección, y
se promueven o son más exitosos aquellos dirigentes, como decían famosamente los Eskenazi,
"expertos en mercados regulados". Los que saben obtener prebendas, recursos, trampear al
fisco, proteger mercados y hacer negocios con los recursos públicos son más exitosos que
los innovadores, que los que quieren buscar ganancias en mercados competitivos ofreciendo
bienes o servicios de utilidad pública...
Seleccionan candidatos por la imagen que tienen en la opinión
pública, por el nivel de conocimiento, por las lealtades respecto
del grupo interno y por las capacidades de conseguir recursos
materiales para financiar la política, pero no por las virtudes que
necesitamos que tengan los dirigentes políticos.
Emprendedores, disruptivos...
Tenemos malos mecanismos de selección y malos incentivos para la selección de dirigentes.
No sé si tengo esperanza en la política para que resuelva esto. Pero de lo que sí tengo certeza
es que, si no es con política, no lo vamos a resolver. Por supuesto que también pienso que es
muy difícil que puedan sustituir a Milei quienes han sido los que causaron que Milei llegara
al gobierno. En mi opinión, Javier Milei es un emergente de una clase política disfuncional. Y
en la medida en que esa clase política no modifique sus prácticas, discursos, líderes e ideas, y
que por tanto siga proponiendo repetir lo mismo que condujo hasta aquí, no va a ser en ellos
donde encontremos la solución.
Si tenemos mucha suerte, de lo que existe puede surgir una renovación de personas, discursos,
ideas y políticas, que a la vez sea suficientemente atractiva, persuasiva y confiable como para
que una parte importante de la sociedad le de su preferencia. O puede aparecer un nuevo
personaje disruptivo antisistema, igualmente psicótico que Javier Milei, que profundice las
dificultades en las que nos encontramos.
La composición de la sociedad es un factor que desincentiva para la
protesta, al menos por ahora. Otro factor es la falta de alternativas.
La protesta exige un liderazgo. Y los liderazgos alternativos están
totalmente desacreditados.
Agregaría un tercer factor difícil de verificar, pero que creo que está
operando, que es la aparición de un principio de consciencia de la
sociedad de la restricción de recursos. Y por tanto, el aprendizaje
de que no se puede exigir más de lo que hay.
Hemos vivido ajustes duros, durísimos. Menos duros que el que estamos viviendo
ahora, y hubo reacciones. Ahora, salvo en las manifestaciones de los universitarios,
que no fueron solamente de universitarios, no las hubo. ¿A qué lo atribuís? Hablabas
del resentimiento. ¿Podemos hablar de cautela, de esperar a que esto implosione, de
que da lo mismo, de que "me la banco" y es el tiempo que nos toca vivir?
Hay muchas razones que confluyen. Primero, un cambio en la estructura social de nuestro
país muy marcado. La cantidad de asalariados regulados es muy baja. Si uno quita el empleo
público en general, los asalariados industriales y los del sector servicios formales son pocos.
Ese es en principio el grupo social que más resistencia hace a un ajuste, porque entiende que
su ingreso es el derecho resultado de su esfuerzo laboral. Tiene una consciencia de que hace
un esfuerzo que produce riqueza, y que parte de esa riqueza debe traducirse en bienestar
material para él y su familia.
El empleado público de nuestro país ha perdido esa consciencia. En la vieja Unión Soviética
había una frase muy pertinente para entender qué pasa aquí. Los obreros industriales que
producían muy poco y ganaban muy mal decían: "Y bueno, ellos hacen como que nos pagan
y nosotros hacemos como que trabajamos". El empleado público no siente tener el derecho
de reclamo. Y en un contexto de precarización y fragilización del mundo del trabajo, siente
que cualquier opción sería peor para él que no tener un empleo público estable, aunque haya
perdido capacidad adquisitiva. Entre una posición subjetiva en la cual hay una simulación
("ellos hacen que me pagan y yo hago que trabajo") y un contexto amenazante, no es un actor
de la protesta pública.
El empleado de servicios tampoco es tradicionalmente un actor de la protesta. El obrero
industrial lo era. Pero hoy está bien. Son pocos, están en sectores productivos protegidos y
por tanto tienen capacidad de negociación. Igual que los empleados bancarios.
¿Qué es la mayor parte de la sociedad? Sacás el empleo público, ¿y qué queda? Informalidad. La
informalidad se organizaba a través de los movimientos sociales. Como la desintermediaste,
y si asistís en una medida equivalente a la que asistías antes, el incentivo y los recursos para
cortar la avenida 9 de Julio desaparecen. La composición de la sociedad es un factor que
desincentiva para la protesta, al menos por ahora. Otro factor es la falta de alternativas. La
protesta exige un liderazgo. Y los liderazgos alternativos están totalmente desacreditados.
Agregaría un tercer factor difícil de verificar, pero que creo que está operando, que es la
aparición de un principio de consciencia de la sociedad de la restricción de recursos. Y
por tanto, el aprendizaje de que no se puede exigir más de lo que hay. En mi opinión, eso
es correcto. Lo que es incorrecto es cómo se distribuye lo que hay. Pero ese es el tipo de
respuesta que exige un liderazgo confiable y diferente, y que no diga "yo les voy a mejorar el
ingreso" sin pensar en el origen de los recursos, sino "para que los ingresos mejoren vamos
a reorganizar el país generando recursos en estas fuentes".
Tierra del Fuego consume medio punto del producto bruto anual de modo directo,
independientemente de los sobre costos que genera indirectamente. Hablemos del impuesto
a las ganancias del Poder Judicial. Hablemos de los registros automotores. Hablemos de la
inmensa lista de zonas de trasferencias de rentas privas y públicas, o privadas y públicas
en connivencia, y una vez que hayamos hablado de eso, digamos "no hay más". Y, entre
tanto, definamos cómo producir más riqueza, en sectores que produzcan a la vez desarrollo
territorial, empleo de alta, media y baja calificación, saberes de calidad...
Pensemos si realmente vale la pena que una coyuntura tan compleja
como la que nos trajo hasta aquí justifica que destruyamos un
proyecto civilizatorio que nos llevó, en Argentina y en Occidente,
muchos siglos construir y diseñar. Por supuesto, mi punto de vista
es que no.
Si no, sería solamente una estigmatización. Las cosas que nombraste son las que
supuestamente fueron promesas electorales de Milei, que quienes no las vieron, no
preguntaron o no les interesaba, no sabían cómo se iban a concretar. ¿Hay algo que
quieras agregar? Como decía nuestro amigo Hermida, tenemos siempre la obligación
de estar por arriba de lo que podemos, de esforzarnos.
Solo diría: pensemos si realmente vale la pena que una coyuntura tan compleja como la que
nos trajo hasta aquí justifica que destruyamos un proyecto civilizatorio que nos llevó, en
Argentina y en Occidente, muchos siglos construir y diseñar. Por supuesto, mi punto de vista
es que no. Tenemos que tratar de ver cómo reconstruimos una buena sociedad. Próspera,
justa y con libertad. Sobre las bases filosóficas que heredamos del Siglo de las Luces y sobre
las bases sociales que introdujo la Modernidad. Sobre bases de respeto, igualdad, justicia y
libertad.
Con parecernos un poco a Uruguay ya sería bastante, ¿no?
Sería mucho.