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¿Un mundo Feliz?
Marijam Didžgalvytė y la revolución de los videojuegos


Por Pablo Corso

Más grande que el cine y la música juntos, la industria de los videojuegos es un monstruo complejo y disruptivo. La autora lituana disecciona sus facetas políticas, económicas y culturales desde una perspectiva de izquierda, al mismo tiempo crítica y autoconsciente. Una charla sobre entretenimiento, libertad y opresión, más allá de controles y pantallas.

¿Un mundo feliz? Marijam Didžgalvytė y la revolución de los videojuegos

Cuando Marijam Didžgalvytė observa la portada de la edición en castellano de su primer libro, Cómo los videojuegos están cambiando el mundo, se sumerge en la ambivalencia. Si se concentra en los rojos, naranjas y amarillos de la esquina inferior derecha, la invade el optimismo. Pero cuando se desvía hacia los azules y violetas del rincón superior izquierdo, el ánimo se vuelve más sombrío.
No hay nada casual ahí, dice esta mujer lituano-tártara, especialista en la intersección entre videojuegos y política. "¿Es un amanecer o un atardecer?", se pregunta. "Para mí, cada día es diferente. A veces pienso 'se trata de un medio increíble que seguirá produciendo cosas hermosas'. Pero creo que la mayoría de las veces genera más destrucción que beneficios". A pesar del último augurio, Marijam -se pronuncia "Mariam"- no se resigna. Aguda y vivaz, se le encienden los ojos al hablar de las implicancias culturales de la industria, de sus falencias y de su potencia. Lo hace con una convicción militante, consciente de los privilegios del Primer Mundo y crítica de algunos tics progresistas.
La entrevista es desde su casa en Copenhague, donde reside desde hace casi cuatro años "por amor, que es el mejor lugar donde estar". Jefa de marketing en un estudio de videojuegos británico, está a punto de conocer Buenos Aires, invitada para la Feria de Editores. Se ríe después de hacer un comentario sutil sobre los gobiernos que supimos darnos los argentinos, pero enseguida aclara que "nosotros no somos nadie para hablar. Soy de Europa del Este, así que también sé bastante sobre populismos picantes".
"¡Hagámoslo!", dice después de los comentarios introductorios.

¿Por qué considerás que la industria de los videojuegos es "ilimitada, fascinante y grotesca"?
En 2017 se volvió más grande que el cine y la música juntos. Es una estadística asombrosa. Cuando ves los medios de comunicación tradicionales, en las noticias siempre hay quince minutos dedicados a los deportes o a las estrellas de Hollywood. Pero cuando realmente analizás las cifras, esos son detalles pequeños en relación a dónde se ubica la atención de la mayoría de la gente.
Los videojuegos son un espacio realmente vasto, con una gran variedad de productos creativos increíbles, donde se encuentran algunas de las obras de arte más fascinantes de la actualidad. Al mismo tiempo, y por mucho que quieran ser vistos por su mérito artístico, siguen siendo un desprendimiento de Silicon Valley. Eso implica prácticas de producción y modos de operar bastante siniestros, que siempre siguen al capital. Muchas veces, eso también significa consentir a poblaciones reaccionarias que puedan atraer a la próxima generación de jugadores, a través de medios bastante tóxicos.
Así que, para mí, es un mundo que lo tiene todo. A veces pienso que casi todos los caminos conducen a los videojuegos: la economía, la antropología, la crítica de arte, los estudios sobre medios y hasta sobre el fascismo. La misión del libro es pedir a los creadores de lo que percibimos como "cultura dominante" que les presten mucha más atención. A la industria le gustaría un mayor reconocimiento, que incluya la puesta en valor de sus celebridades, pero también habría que observar con lupa algunas de sus prácticas del estilo Salvaje Oeste.

¿Por qué te interesa destacar los desequilibrios entre el norte y el sur global que afectan a la industria?
Como nació en Silicon Valley, sus prácticas comerciales aseguran que las formas de crear juegos se fijen mediante acuerdos de licencia y propiedad intelectual muy estrictos. Hay pocos motores para hacer juegos y hardware. En cierto modo, las compañías del Big Six [Apple, Amazon, Google, Meta, Microsoft y Nvidia] bloquearon a los demás actores de la industria.
Cuando empecé a contribuir a este espacio a través de Twitter, videos y artículos, me encontré con que me tendieron una alfombra para convertirme en una de esas "¡mujeres en los videojuegos!"; esa idea de una celebración mutua, de tomar champagne como si fuéramos grandes directivas. Nunca tuve simpatía por ese movimiento. Siempre me pareció que celebrarnos como mujeres poderosas del norte global implica ignorar completamente que nos apoyamos en otras que sufren mucho más que nosotras, y que son quienes realmente construyeron la industria: las mineras abusadas en la República Democrática del Congo, las trabajadoras que se arrojaron desde los tejados en las fábricas de Foxconn [un parque industrial con condiciones laborales brutales en la ciudad china de Shenzhen].
¿Quiénes fabrican los pinceles, la pintura y los lienzos con los que creamos nuestras sofisticadas obras de arte, y tenemos nuestras atractivas carreras? Nunca se intentó incorporar las voces de las mujeres pobres del sur global de forma significativa. Hay gente que pide más diversidad en los videojuegos, algo que apoyo totalmente. Pero me parece que la estamos creando de formas muy falsas y "desempoderadoras". No sé cuánta diversidad supone tener en un videojuego a Lara Croft, que básicamente es el sujeto de un ejército colonialista. Las conversaciones sobre diversidad en el norte global alcanzan el techo muy rápidamente: cuando los bolsillos empiezan a doler. El auténtico internacionalismo trata de ver dónde están las clases trabajadoras. También hay desarrolladores de videojuegos mal pagados en Europa del Este, y jefes de videojuegos bien pagados en el sur, así que no quiero fetichizar demasiado la relación. Pero me gustaría plantear una conversación un poco más sofisticada que simplemente decir: "Necesitamos personajes de todo el mundo".

La conversación sobre cuán diversos somos, si solo estamos promocionando la diversidad, excede a los videojuegos en sí mismos.
Totalmente. A menudo, simplemente se trata de crear más productos. Me pareció fascinante ver algunas reacciones tras el lanzamiento del libro. A veces la gente piensa: "Oh, una mujer escribió un libro sobre videojuegos. Tal vez debería haber muchos más personajes femeninos". Lo cual es una tontería porque, ¿quién gana en toda esta relación? Solo las compañías de videojuegos, porque pueden crear más productos. De hecho, el título de la edición lituana del libro es Los videojuegos están cambiando el mundo. ¿Quién gana? Ganan los jefes, gana la industria.
Y cuando vuelvo a pensar en estos juegos, ¿creés que me siento muy conectada con esas mujeres militares todopoderosas? ¡No! Quiero mujeres torpes, perezosas, no sofisticadas. Ni siquiera siento que haya diversidad, francamente. Pero no me corresponde a mí arreglar la industria. Aunque creo que eventualmente llegará a la Gala del Met y a los museos de arte, no sé si quiero perfeccionarla en ese sentido.

Al mismo tiempo, planteás que los juegos son esenciales para existir y para resistir.
Bueno, vengo de un ambiente punk y también encuentro una gran inspiración en el movimiento situacionista de los 60; ambos hablan del juego como una fuente fundamental de resistencia y liberación. El libro Homo Ludens [Johan Huizinga, 1938] plantea que lo que nos hace humanos es, en cierto modo, nuestra capacidad de jugar. Así que -como buena gramsciana- me apasiona la idea de que el juego nos hace ver las reglas de una manera muy diferente. Nos hace buscar, observar y crear espacios de resistencia lejos del imperio.
Pero veo que algo tan inocente y hermoso como el juego está siendo asfixiado y atrapado por las enredaderas espinosas de -digámoslo- la palabra que empieza con C. El capitalismo exprime todo lo que puede ser bueno en busca de lucro. No hay nada inherentemente tóxico en algo tan sencillo como un juego en un dispositivo digital. De hecho, podría ser un objeto bastante emancipador. Pero cuando se ve afectado por nuestro actual modo de producción, se derrumba por sí solo. Es un poco desgarrador.
Por otra parte, creo que los videojuegos también te permiten vivir o imaginar vidas aún no vividas, e interpretar espacios o estilos de vida de maneras que nunca antes habrías visto. He leído muchísimos comentarios en videos de YouTube sobre ciertos juegos. Me viene a la mente Disco Elysium [donde el jugador toma el papel de un detective que sufre de amnesia inducida por el alcohol y las drogas]. La gente dice: "Este juego me cambió la vida" o "me hizo ver las cosas de una manera completamente diferente". La cuestión es si la industria podrá seguir estos ejemplos o terminará capturando y asfixiando lo mejor que pueden dar.

¿Esto se relaciona con tu idea de que los juegos todavía se centran mucho más en el contenido que en la experiencia?
Sí. Un par de cuestiones a considerar sobre eso. A pesar de ser una industria joven, ya hay un fenómeno que se está consolidando. Los títulos antiguos se regeneran una y otra vez. No hay muchas historias nuevas. Siempre estamos viendo una segunda o tercera iteración de cualquier juego, como Grand Theft Auto 6 o Mafia 4. Incluso mi querido Doom ya va por su quinta iteración.
También hay cierto conservadurismo en lo que se publica. Hace algunos años hubo una verdadera revolución de los juegos independientes. Pero a partir de la pandemia empezaron a vivirse tiempos muy difíciles. Hay un par de historias aquí y allá, pero es muy difícil conseguir un contrato editorial como indie.
Y lo interesante es que ya no hay tantas innovaciones en cuanto a mecánicas. Dinamarca financia algunos juegos con fondos públicos, lo cual es genial. Pero solo te los entregan si creás un juego con "algo danés", lo que normalmente se traduce en una historia, una narrativa. Si les dijeras "ideé una nueva mecánica", que quizás no tiene nada que ver con Dinamarca, porque se trata de algo muy abstracto, no te van a dar el dinero. Cuando algún gamer cascarrabias me dice que la diversidad está arruinando los videojuegos, yo le respondo: "¿No entendés que el problema es la falta de nuevas mecánicas?". A las empresas no les interesa reinventar la rueda; simplemente repiten cosas viejas. Se trata de seguir el dinero.

¿Cómo imaginás esas nuevas mecánicas?
Bueno, si se me ocurriera alguna increíble, creo que no estaría escribiendo libros, sino viviendo en una isla (risas). Balatro salió hace un par de años como una mezcla de póker y Slay the Spire [donde el jugador intenta ascender una torre de múltiples pisos]. Ganaron cientos de millones.

¿Pero cómo te gustaría que fueran esas mecánicas?
Mi videojuego favorito de todos los tiempos es Quake III Arena, que data de 1999. Lo sigo jugando, lo adoro. Mucha gente lo asocia con los disparos o la invención de los eSports, pero es muy bello ver los videos de desfragmentación, donde los usuarios toman los recursos artísticos liberados en forma gratuita para crear nuevas mecánicas con el código, algo que los juegos ya no hacen. La gente vuela por los distintos niveles de una forma alucinante, es extremadamente satisfactorio. Pongo compilaciones de 40 minutos en el proyector y simplemente me quedo mirándolas.
[Las nuevas mecánicas] no tienen que ser algo que te imponga un diseñador; pueden ser mucho más abiertas. Desde simuladores de vida o Tamagotchis dentro de los juegos hasta algo tan simple como Pokémon Go, que también me fascinó; pudimos convertir algo tan grande y diverso como una ciudad en nuestro patio de recreo. Ahora que estamos alcanzando el auge del digitalismo, y que todos sentimos cierto agotamiento, me pregunto si la próxima generación de juegos incorporará mucho más ese tipo de elementos de la vida real, ya sea a través de comunidades o simplemente buscando cómo combinar el deseo de alcanzar un objetivo con algo más parecido a las sensaciones del mundo exterior.

¿Hay alguna manera en que los videojuegos puedan combatir fenómenos como la posverdad y las cámaras de eco?
Por supuesto. La conversación sobre el arte y el bien social, o la eficacia del arte en el cambio social, está muy presente en todo lo que hago. Tengo una maestría en arte y política, así que vengo de ese contexto artístico, preguntándome cómo el arte puede mejorar el mundo. Creo que los creadores de videojuegos más progresistas -gente cercana a mí- se dieron cuenta de que la industria es bastante oscura y desigual, con muchas mecánicas y políticas reaccionarias. Para cambiar y desafiar eso, su primer instinto es hacer un videojuego progresista, que hable de cosas buenas. Pero el hecho de que te sientas bien con vos mismo no significa que vaya a conseguir nada. La mayoría de las veces, lo que hace es predicar a los convencidos y generarte capital social. Por un rato, te sentís bien con vos mismo.

Autoafirmación.
Tenemos que mirar más allá. Cuando oigo a alguien decir "hice un videojuego sobre el cambio climático", pienso "genial, muchas gracias por quemar más árboles para crearlo". O "hice un juego sobre la pobreza en África". Bueno, no creo que vaya a jugarlo nadie que piense que eso es algo bueno, como para que cambie de idea.
Para intentar cambiar opiniones hay que enfocarse en el modo de distribución. ¿Cómo se puede captar a alguien que no comparte tu ideología para que juegue o interactúe con una obra de arte? The Uber Game no es interesante en sí mismo. Es un simulador de conductor, que te muestra que se trata de un trabajo horrible. Pero lo publicó The Financial Times, que es de centro derecha, lo cual potencia la posibilidad de captar a alguien de ese espectro. Sería interesante pensar cómo se podría tener a un Banksy de los videojuegos, alguien capaz de llevar su obra a lugares inesperados.

Algo contraintuitivo.
Hay una vieja discusión en el mundo de los videojuegos: ¿qué es más importante, la jugabilidad o la narratología? Es decir, ¿la temática o la mecánica? Yo creo que lo más importante es el marketing. Por un lado, porque trabajo en ese campo. Pero por otro, porque la forma de promocionar el juego es lo que determina qué público se capta, lo que a su vez determinará la posibilidad de que cambien las opiniones.
La otra herramienta es un buen guion. Disco Elysium no tiene nada particularmente progresista. Sos un detective borracho. No hay nada político ahí. Pero está escrito de forma tan inteligente, que te toma con la guardia baja en cuanto a tus propias actitudes. El juego no muestra lo patético del fascismo, sino lo que realmente puede ser atractivo de él. Podés pensar que sos progresista, pero después, a través de su mecánica, te das cuenta de que estás volviéndote un fascista.

¿Cómo funcionan las comunidades de videojuegos?
Se debería dar mucha más importancia a cómo las entendemos. Algunas de las más tóxicas se encuentran en juegos que no tienen nada que ver con la política, como Minecraft o Fortnite. Y hay muchos juegos más sangrientos, como Quake o Doom, que no las tienen. No se trata del tema de un videojuego, sino más bien del tipo de personas que crean formas de socializar ahí adentro, y de cómo se manifiesta eso.
Algunas comunidades se organizan de maneras fascinantes. Crean economías, sistemas de votación, partidas de 3.000 personas para generar información contra el enemigo. Hay personas que se preguntan dónde están los jóvenes en política. Muchas veces la están representando dentro de un videojuego, de formas muy sofisticadas. Creo que las personas progresistas y quienes trabajan en los partidos deberían pensar en la política de una manera mucho más amplia de lo que estamos acostumbrados.

Ya diste algunas pistas, pero ¿cómo sería tu videojuego perfecto?
La tentación -quizás la respuesta esperada de alguien como yo- sea "un juego saludable". Pero no pienso eso. No me importa la temática. Puede ser Call of Duty, Doom o Wolfenstein - ese me gusta porque le disparás a los nazis- pero lo importante es la cadena de producción. En lugar de tener niños de nueve años o mujeres violadas recogiendo minerales en África, me gustaría ver minerales creados sintéticamente o extraídos en condiciones laborales adecuadas. Y videojuegos basados en hardware construido a base de energías limpias, con materiales reciclables, bajo estructuras cooperativas, sin licencias de propiedad y con motores de código abierto. También comercializados bajo sistemas fiscales adecuados, y con una lotería que destine parte de las ganancias a los nuevos desarrolladores. Por supuesto que hay aspectos negativos de los juegos en sí, como las mecánicas adictivas. Son tóxicas, antisociales e incluyen discursos de odio, de esos estoy en contra. Pero muchas veces la violencia es parte del arte. No le tememos cuando aparece en otros medios, así que no deberíamos hacerlo cuando está en un videojuego.

Una crítica desde adentro

En su perfil de Instagram, Didžgalvytė dicta el decálogo que la define: “Videojuegos, política, bicicletas, post-rock, Marx, Gramsci, naturaleza, antifascismo, Negronis y deseo”. Ahí está presentando su debut editorial en distintos idiomas, relajándose en la costa nórdica o mostrando, exultante, su buzo rojo con letras blancas que forman la frase “Adorno tenía razón”, a propósito del filósofo alemán que concluyó -pesimista- que el entretenimiento es, en buena parte, un ritual en el que los subordinados celebran su sumisión. Cuando no reflexiona sobre esa paradoja, Marijam trabaja como marketing manager del estudio de juegos inglés The Chinese Room, colabora con los esfuerzos para sindicalizar a los trabajadores de la industria en distintas partes del mundo, y escribe para medios como VICE y The Guardian.
Su página web muestra algunos de los proyectos -siempre variados, siempre originales- en los que participó en los últimos años, como una intervención digital en el Tate de Londres sobre crianza y videojuegos, o un torneo de Tetris a beneficio de grupos feministas polacos y organizaciones anarquistas lituanas.


Apuntes para la gaminficación

Desde hace algunos años, el concepto está en todas partes: hay que “gamificar” anuncios, clases, experiencias de compra, rutinas de ejercicios, evaluaciones de RR.HH. y controles de salud. Más allá del afán lúdico, la idea tiene un origen agridulce.
La industria armamentística fue la primera en entenderlo; para llegar a un público nuevo, Colt's y Kalashnikov vendieron sus licencias a grandes estudios de videojuegos. Enseguida, otros sectores entendieron que “la dosis de dopamina que llega al cerebro tras resolver correctamente un acertijo o efectuar un disparo preciso podía aplicarse a otros ámbitos”, recuerda Didžgalvytė.
El mundo corporativo empezó a gamificarse, implementando en sus desarrollos digitales puntos, insignias, gráficos de rendimiento y efectos de audio. La batalla por la atención fue el gran campo de batalla para fogonear interacciones, retener usuarios y potenciar suscripciones. Y las estrategias de gamificación se extendieron a la productividad organizacional, con las agencias de marketing como sus mayores adoptantes.
“Amazon utiliza la gamificación en sus depósitos para incentivar a los empleados a 'mejorar su eficiencia' y competir entre sí por recompensas digitales, como mascotas virtuales -ejemplifica la autora-. Uber presiona a sus trabajadores para que alcancen objetivos mediante una interfaz de comparación entre conductores, lo que fomenta que pasen más tiempo manejando sin descanso”. El asunto ya dio la vuelta completa. “Muchos videojuegos ahora ofrecen una perspectiva 'laboral': completar tareas, acumular puntos, resolver problemas y abrirse camino a la siguiente puntuación más alta”. Los desarrolladores “invitan sin reparos al jugador a trabajar todo el día, y esta tarea fue bien aceptada por la base de jugadores”. La gran promesa del capitalismo -que el trabajo sea recompensado- encontró, finalmente, un lugar donde cumplirse.

Anuncian en la edición #162