Es preciso saber lo que se quiere
cuando se quiere, hay que tener el valor de decirlo,
y cuando se dice, es menester tener el coraje de realizarlo.
Georges Clemenceau
Cuando cambia un paradigma, se modifica la noción de valor y por ende las
necesidades y las demandas de quienes aprecian, legitiman o consumen un
producto o servicio se reconfiguran. Por eso en los momentos de crisis los negocios
y los servicios tienen que actualizar sus propuestas de valor para poder responder
a las nuevas necesidades, preocupaciones y expectativas, sin quedar fijos en los
patrones de éxito previos a la disrupción, que pueden estar desactualizados.
Pero buena parte de los líderes que conducen las grandes organizaciones
empresariales actuales se formaron y educaron sobre premisas de trabajo para un
marco de estabilidad, sobre criterios de control eficiente, disciplina y previsión; y
hoy enfrentan el desafío de gestionar la incertidumbre bajo la lógica del no saber
y la necesidad de acelerar la prueba y el error, exigidos de transitar ciclos ágiles
de desarrollo.
Esta nueva experiencia del mundo y de los desafíos adaptativos que requiere el
liderazgo y la gestión de sus organizaciones, les exige ir al modo aprendizaje y no
necesariamente al modo conocimiento que es donde se sienten más seguros. Por
eso resulta clave trabajar en los procesos psicológicos, psicosociales y culturales
que les permitan abordar lo incierto con valentía y coraje. Para no ceder a los
impulsos defensivos que declinan en reacciones precipitadas y agresivas, o
inhibitorias y cobardes. Si lo temerario de la sobreactuación o lo pusilánime de
la inhibición que es desbordada por los acontecimientos domina la agenda, poco
bueno podrá esperarse del liderazgo de una organización.
Pablo Di Si, gerente general de Volkswagen Latinoamérica, lo expresa en el libro
Tiempos para valientes con claridad y elocuencia: “Cuando te viene una ola de
ochenta metros que te pega y salís sacando la cabeza y después el agua te empieza
a chupar hacia abajo, lo primero que tenés que hacer es respirar profundo y
sobrevivir. En este sentido, una experiencia que aprendimos de otras crisis es no
tomar ninguna decisión apresurada porque los mercados suben y bajan de una
manera muy rápida. Entonces tratamos de entender que la ola que nos pegó en
marzo, que fue violenta, no fue de un día, ni de una semana, ni de un mes, ni de
dos meses, sino que va a ser una ola de algunos años. Entonces primero respirar, y
esto no es menor. Y luego es fundamental tener calma, ganar claridad y actuar con
coraje. Porque en toda multinacional paradójicamente cada vez hay menos gente
que toma decisiones y se la juega. Y esto es clave, más cuando tenés una presión
absoluta de todos lados. La ola grande nos quebró un montón de paradigmas y
la forma de actuar. Y tenemos un plan, obviamente, pero no me tiembla el pulso
si tengo que cambiarlo todas las semanas. Yo creo que está muy bien que la
fórmula de liderazgo de la crisis la hayan enfocado sobre el coraje y la valentía,
porque podemos ser los mayores innovadores pero si no tenemos el coraje y la
valentía de tomar las decisiones y asumir las consecuencias estaríamos perdidos.
La crisis saca lo mejor y lo peor de las personas y nuestra mayor responsabilidad
es generar las condiciones para sacar lo mejor”.
En consistencia con la reflexión de Di Si, la experiencia de las crisis plantea tres
etapas. Primero, cuando se produce la disrupción y “nos pega la ola”. Al impacto le
sigue un proceso de supervivencia adaptativa. Y recién después de estabilizarnos
frente a la necesidad de supervivencia podemos empezar a proyectar hacia
adelante en el marco de las nuevas realidades de aquello que ha caído y todo lo
nuevo o potencialmente probable que emerge. El punto que queremos profundizar
en este artículo es lo que sigue al impulso natural de supervivencia de “tomar
oxígeno una vez que sacamos la cabeza del agua”, a sabiendas de que vamos a
ser traccionados por las fuerzas de arrastre de la/s ola/s. Y advertidos de que si
nos gana la desesperación o la inhibición estamos en situación de peligro.
El riesgo no es el peligro
Vamos a considerar peligro a la imposición de una fuerza externa sobre la cual no
tenemos ninguna capacidad de actuación. Ningún poder de influencia. Ninguna
decisión que tomar. Frente al peligro hay un registro emocional de estar a merced
que produce angustia y nos arroja a la reacción de urgencia o a la parálisis.
El riesgo en cambio siempre nos encuentra frente a la posibilidad de asumir
opciones. Y siempre que encontremos opciones, estamos asumiendo una posición
activa. Estamos pudiendo elegir. Y cuando elegimos, nuestro proceso psicológico
ya no es de angustia sino que canaliza la energía psíquica al modo creativo. Al
modo resolutivo. Aun en situaciones extremas.
Entonces no es la situación la que define si estamos en peligro o en riesgo sino
lo que podemos hacer con ella. La posición que tomemos. El proceso psíquico
que recorramos. La modalidad cultural con la que la abordemos. Los fenómenos
externos siempre son condicionantes. Nunca determinantes. Lo cierto es que
en culturas refractarias a la toma de riesgo, las olas desconcertantes de la crisis
pueden empujarlas al peligro con mayor probabilidad que a aquellas dispuestas a
hacer elecciones, tomar opciones y asumir riesgos.
El 15 de enero de 2009, Chesley B. Sullenberger (“Sully”), piloto de avión de
US Airways con más de tres décadas de experiencia, se enfrentó al desafío más
importante de su vida: tuvo problemas en los motores y debió decidir en segundos
el destino de ciento cincuenta y cinco vidas, optando por una alternativa de solución
por fuera de los protocolos exigidos de la torre de comando. Según contó, se dio
cuenta de que sería la peor situación de emergencia de su vida, pero al mismo
tiempo, nunca pensó que fuera a morir. Este dato no es menor. Basta una reflexión
sobre el cine de terror para entender su eficacia. Cuando el guionista de una serie
de terror decide darnos pistas del peligro que acecha a un personaje sabe que va
a provocarnos una expectativa angustiante. Suele caracterizarse la situación por
un protagonista inadvertido y un espectador anoticiado, con información sobre lo
que acecha. Nuestra expectativa como espectadores de la tragedia que se avecina
construye el terror dramático.
¿Qué le permitió a Sully tomar esa decisión que a la postre resultó eficaz? Sus
habilidades metacognitivas, que son las que nos permiten obtener la información
que necesitamos, ser conscientes de nuestros pasos durante el proceso de
solución de problemas y evaluar la productividad de nuestro propio pensamiento
mientras todo sucede, para decidir efectivamente, transformando una situación de
altísimo estrés en una situación adrenalínica que funciona como motor creativo/
resolutivo para la acción. En lugar de entrar en pánico y reaccionar de manera
impulsiva, o paralizarse y solo obedecer el procedimiento, Sully pudo tomarse ese
segundo requerido para analizar la situación desde una perspectiva más amplia
y, asumiendo una enorme responsabilidad, pudo optar por aterrizar sobre el río y
desobedecer la orden de volver al aeropuerto. Es decir, asumió el riesgo de tomar
una decisión estratégica que fue acertada y le permitió salvar la vida de todos los
tripulantes del avión.
Si Sully hubiese entrado en pánico no habría podido reflexionar y analizar lo
que ocurría para optar estratégicamente y enfocar una solución. Ahí es donde
interviene la metacognición, que supone poder leer la situación e interpretar
el proceso emocional que estamos transitando mientras está ocurriendo. Estas
habilidades cognitivas y emocionales requieren tanto tener expertise sobre la
dimensión externa –factores objetivos, técnicos, etc.– como preparación en la
manera en que abordamos los estímulos internos de nuestro proceso psíquico.
Errare humanum est
Sin seguridad psicológica no habrá la apertura mental que requiere el abordaje de
los problemas emergentes para poder encararlos desde la serenidad y la templanza
que confieren sentirse seguros de nuestros pensamientos y “dueños” de nuestros
procesos emocionales. Entonces podemos evitar la reacción en piloto automático
y poner las cosas en perspectiva, es decir, establecer cierta distancia entre el
estímulo y la respuesta. Este es el punto bisagra donde emerge la potencia del
pensamiento.
En el deporte de alto rendimiento se hacen prácticas recurrentes, se ensayan
posibles cursos de acción del juego y se estiman posibles respuestas. ¿Para qué
esta repetición? Porque llevar a cabo el juego de manera repetitiva permite tener
varias opciones disponibles para esos momentos de alta tensión cuando haya
poco tiempo para decidir. Esta capacidad de adaptación y flexibilidad para utilizar
recursos y competencias disponibles de maneras nuevas se llama improvisación
creativa y se tiende a desarrollar cuando se ha tenido experiencias análogas desde
lo técnico y actitudinal que permiten no sobrerreaccionar desde lo emocional
frente al impacto de la disrupción.
Las respuestas emocionales precipitadas, en cambio, afectan nuestra capacidad
de entender, decidir e implementar. Por supuesto que una respuesta emocional
precipitada no es lo mismo que la respuesta en velocidad propia de una agilidad
emocional desarrollada. Llamamos a este última repentización, que es la habilidad
de agilidad mental que tienen esos jugadores que pueden ver tanto lo que tienen
delante de los ojos como leer a la vez todo el sistema de juego y, como consecuencia,
sorprender con acciones desequilibrantes que cambian el flujo esperado de la
jugada.
Según Nassim Taleb, el método de ensayo-error supera los conocimientos
académicos y abre la idea de opcionalidad. Pero no hay posibilidad de abrirnos al
error si no se valoriza la asunción del riesgo. Asumir riesgos inteligentes, o asumir
inteligentemente los riesgos, es hacerlo asegurándonos de que tenemos estrategias
de solución. Aun así, no son muchas las empresas que premian, acreditan o soportan
el error, entendido como posibilidad de aprendizaje, y eso provoca que la gente no
quiera probar ni aprender, y que trate de ponerse a resguardo. En este sentido se
recortan al menos cuatro tipo de organizaciones: las que no admiten el error, las
que lo permiten, las que lo impulsan y las que lo premian. Las primeras se basan
en el paradigma tradicional: solo hay una posibilidad, hacer las cosas bien de
entrada y, en caso de que haya un error, será penalizado. Las segundas, un poco
más avanzadas, saben que puede ocurrir, pero prefieren que no suceda, excepto
como excepción. Las terceras son las que piensan que el error es parte del proceso
de aprendizaje y que, para lograr resultados extraordinarios, necesariamente se
tendrá que transitar por los fallos porque entienden que para innovar con éxito
tienen que capitalizar sus equívocos y capitalizar sus aprendizajes en su ADN. Las
cuartas son las que interpretan que quienes se equivocan durante el proceso de
innovación tienen que ser recompensados por aportar aprendizaje y el poder de
transformación.
¡Hoy te convertís en héroe!
Paradójicamente la definición del diccionario sobre riesgo solo hace referencia a
la posibilidad de la pérdida o la amenaza de fracaso dando cuenta del lugar que
aún ocupa en nuestro imaginario social. Nada dice en cambio de su aporte para la
realización de nuestros anhelos, el logro de nuestros objetivos o el cumplimiento de
nuestros sueños. El diccionario define “riesgo” como “contingencia o proximidad
de un daño, o estar expuesto a perderse, entre otras desgracias”. Se asocia el
riesgo con la posibilidad de perder. Como sinónimo de peligro. Y esto es herencia
de tradiciones conservadoras refractarias al cambio. Claramente son definiciones
extemporáneas, pero con peso vigente en nuestra cultura.
El coraje no enseña del riesgo, que más que de la ausencia del miedo (coraje no
es ausencia de miedos) se trata de la conciencia de que hay algo que merece que
nos arriesguemos. Este es el origen de la valentía. Que se nutre de la dignidad
de nuestro deseo convertida en voluntad de realización. El coraje nos permite
movilizar energías, sentimientos, emociones y visiones para que podamos llegar
incluso más allá de lo que imaginamos y trascender nuestros propios límites.
Porque creemos que aquello que queremos crear, cambiar, construir, tiene sentido.
Es significativo. Vale más que la pena. Vale su gloria. Hacer con coraje, no tiene
garantía de éxito, pero sí de aprendizaje que siempre produce crecimiento.
Dice Platón: “No hay persona, por cobarde que sea, que no pueda convertirse en
un héroe por amor”. Y todos los que hemos amado sabemos cuánto de cierto hay
en esto. Dice Mark Zuckerberg: “En un mundo que cambia muy rápido, la única
estrategia que garantiza que fracasaremos es no correr riesgo”. Y claramente
nos advierte del peligro de no asumirlo. Dice un anónimo: “Cuando tomás
riesgos, aprendés que habrá momentos en que triunfarás y habrá momentos
en que fracasarás, y ambos son igualmente importantes”. Y todo aquel que
haya experimentado riesgo sabe del capital de experiencia que ha ganado.
Finalmente Soren Kierkegaard plantea una premisa que atraviesa toda nuestra
investigación del libro Tiempos para valientes: “Atreverse es perder el equilibrio
momentáneamente. No atreverse es perderse”.