contenidos
Desde el frente de batalla de las streaming wars
Por Horacio Marmurek
Periodista de cultura y espectáculos
Ubicado en la ciudad sueca de Helsingborg, el Museo del Fracaso abrió sus puertas
con una colección que incluye el intento fallido de Nintendo a mediados de la
década del 90 por incursionar en la realidad virtual con el Virtual Boy, así como el
TwitterPeek, un dispositivo portátil de 200 dólares que ofrecía acceso a Twitter…
y únicamente a Twitter. Dicho museo lleva por lema “La innovación necesita
fracasos”.
Lo que empezó con malos productos o malas ideas alrededor de productos físicos
de a poco fue variando hacia algunos productos del mundo digital: por ejemplo,
uno de los peores errores de Microsoft, Bob, un asistente virtual que debía
ayudar a los recién iniciados en el mundo de la informática, o Google Wave, una
herramienta colaborativa tan eficiente que no le servía a nadie.
Quizás en ese selecto grupo próximamente sea incluido Quibi, el servicio streaming
del cual dábamos cuenta en la edición anterior y que anunció su cierre solo seis
meses después de su lanzamiento. Jeffrey Katzenberg no es un recién llegado
al mundo del entretenimiento: después de ser socio de Spielberg y de haber
formado parte de Disney, quiso innovar y apostó fuerte a producciones propias
en formatos pensados para el usuario móvil y en movimiento.
Algo falló, puede ser la pandemia, el momento o que no había mercado para
un sistema OTT más. En palabras de su dueño y fundador: “Quizá la idea no
era lo suficiente poderosa como para justificar un servicio único”. Parece querer
decir que no hay espacio para un servicio sin otro respaldo que los contenidos
que produce. Si fuera así, Jeffrey podría haber tomado nota de lo qué pasó con
YouTube Premium, que cerró sus producciones originales un año atrás, no sin
antes dejar un éxito como Cobra Kai, esa puesta al día de Karate Kid que hoy brilla
en Netflix. O también podría referirse a que no hay espacio para tanto servicio de
streaming sin alianzas posibles. Es decir, sin un grupo de entretenimiento al lado
o detrás que permita producir contenidos para ser consumidos en servicios pagos
a precios competitivos.
El precio de Quibi, sin duda, fue una gran contra: 7 dólares parecía demasiado por
una cantidad de contenidos únicos que no tenían más referencia que los nombres
que se podía apreciar. Que Spielberg, Guillermo del Toro, Kiefer Sutherland o
John Travolta no hicieron la diferencia. Ni siquiera hubo interés en piratear esos
programas. Todo un indicador.
En nuestro país, los más fervientes amigos de las novedades dejaron pasar el tren
y los posibles consumidores, adolescentes y postadolescentes de entre 16 y 30
años, lo probaron sin mucha defensa.
Los gurúes del mercado del streaming ven aquí a la primera baja de las “Streaming
Wars”, que es hija de las “Tech Wars” y nieta de las “Cinema Wars”, que en realidad
suelen ser guerras por cierta hegemonía cultural. Y cuando decimos hegemonía,
hablamos de cierta homogeneización de las normas y, a veces, de los contenidos.
A nadie se le escapa que la pandemia aceleró algunas particularidades del mercado
audiovisual. Disney encontró en Disney+ un camino hacia el dinero que se había
cortado con el cierre de los parques. Lo que llevó a la empresa a modificar sus
prioridades frente a los estrenos en pantalla grande o chica.
La taquilla mundial ha caído como nunca y hoy China, que era el mercado fuera de
Estados Unidos más importante, provee la mayor recaudación en todo el globo.
Los cines, o más bien las cadenas de exhibición, tienen otro problema: cerrados
por largos meses y abiertos hace poco, no cuentan con estrenos importantes
que atraigan al público. Abrir con menos público ya era un dilema, hacerlo sin
tener con qué convocarlo, es directamente un problema. Si a eso se suma cierto
cuidado y reticencia a asistir a espacios cerrados, la tormenta es perfecta.
Stephen King lo resumió en un solo tuit: “Fui con mi nieto al cine, por primera
vez desde febrero. Eran siete salas, éramos solo cuatro personas. Pobre la gente
del cine”.
En la Argentina algún funcionario con responsabilidad sobre el sector deslizó off
the record que algunos cines presentaron los protocolos por formalidad pero no
estaban buscando abrir porque “tampoco tengo qué poner en pantalla”.
Mientras la pandemia sigue su curso, las distintas versiones de aislamiento
atraviesan el globo terráqueo y dejan a las empresas de OTT pensando nuevas
estrategias para el futuro. Si a fines de octubre las noticias alrededor de Netflix
sostenían que no habían llegado a cumplir con las expectativas del mercado en
términos de suscriptores, las novedades anteriores eran que estaba cancelando
muchas producciones, a veces, con una sola temporada.
Y es que hay más servicios, muchos más. El confinamiento ha impulsado el
consumo de video. Pero también ha hecho que las condiciones de captación de
clientes sean mucho más complejas. Al existir más oferta, los bolsillos eligen.
Y después de una primera euforia por la cantidad de gente mirando distintas
pantallas en las casas, el agua vuelve al río.
Gente con experiencia en streaming como Netflix están comenzando a sentir la
desaceleración de su crecimiento, algo que ellos mismos habían anticipado en
verano. Sus previsiones de aumento de suscriptores se quedaron cortas según los
datos correspondientes al tercer trimestre de 2020 (2,2 millones de suscriptores
frente a los 2,5 proyectados, muy lejos de los 10,1 millones conseguidos entre
abril y mayo, en plena pandemia).
La llegada de competidores más fuertes y con un negocio que no es solo producir
series y películas comienza a apretar las riendas del negocio de quien solo venía
trabajando de esa manera. En la carrera por el usuario del servicio hoy hay más de
300 OTTs que buscan la suscripción del bolsillo promedio. El contenido original
fue aquello que estimulaba a los compradores, pero hoy las tornas se mueven
entre los catálogos y las novedades.
Es raro para quienes tienen más de 40 imaginar que un contenido nace y muere en
la misma pantalla. Hemos seguidos series y películas en televisión abierta y cable
durante años, según quién la programara, la comprara o vendiera. Casos como
Los Simpson en Telefe o El Zorro en eltrece son algo extraordinario. Si alguna de
esas latas no está, sentimos que algo falta en esa pantalla. House of Cards (por
nombrar algún producto Netflix Original) fue concebido para nacer y morir en
nuestro sistema de streaming amigo. Y nunca imaginamos que la única manera
de ver La Cenicienta con nuestros hijos y nietos fuera pagando una suscripción a
la empresa madre.
De esos ejemplos estará hecha cada vez más la televisión de los años venideros.
La batalla por nuestra atención y nuestro dinero tiene un final muy abierto. ¿Cada
sistema de streaming empezará a definir un perfil de usuario? ¿Comenzaremos a
ver que Netflix es tan reconocible en sus contenidos como lo fue Canal 9 en los
90? ¿Descubriremos que Amazon es un poco más artístico que Paramount+? En
la Unión Europea, en la Argentina y en buena parte del mundo que produce cine,
se está buscando gravar a las empresas de streaming como forma de incentivar
la producción local. Esas búsquedas producen discusiones interesantes que,
según como se zanjen, modificarán nuestra percepción audiovisual a futuro. No
es una novedad ya que en la década anterior se convino entre el gobierno de ese
momento y las grandes distribuidoras de cine una forma de usar las divisas que
no podían salir del país: producir cine argentino. De esa manera, se generaron
películas con contenidos más industriales que permitieron atraer un público más
amplio. Claro que ese esquema daba tres películas argentinas que concentraban,
a veces, el 75 % de la taquilla local.
En Europa esta discusión se encuentra en su punto álgido. Se habla de una norma
que obligue a las plataformas con sede en la UE a tener por lo menos el 30% de
su catálogo integrado por producciones europeas. Además de esta obligatoriedad,
el proyecto determina que las plataformas podrán elegir entre decantarse por el
pago de tasas o financiar directamente la producción de “obras europeas” para
sus propios catálogos.
Los críticos de este proyecto de ley aseguran que abre la puerta a que en la
práctica sean las plataformas audiovisuales las que decidan qué tipo de cine y
televisión recibe respaldo con dineros públicos. Y alertan además que ante la
probable pérdida de ingresos financieros de los distintos institutos de cada país,
los grandes damnificados serán los realizadores independientes.
¿Qué cineastas, qué productores, qué directores filmaran o grabaran en el
futuro? Algunas figuras de la Argentina, entre ellas Lucrecia Martel, hablan de
una homogeneización de las historias, de las formas de filmar y grabar. Como
siempre, el hoy es un debate para el futuro. Aún no ha pasado una década desde
que los servicios de streaming son la forma de consumo única y cotidiana, pero ya
se está cocinando una generación de próximos profesionales de cine y televisión
que serán quienes produzcan contenidos. Qué espacio existirá para cada uno de
ellos es una incógnita. Aún soñamos con ver la próxima producción de Marcelo
Piñeyro para Netflix, que retomó su rodaje hace poco, o nos emociona una ficción
argentina en HBO, como la inminente miniserie Entre hombres. Pero la novedad
transformada en única opción es lo que hay que empezar a pensar.
Mejor verlo en el horizonte que darnos cuenta de que está en el espejo retrovisor.