reportaje
Alejandro Katz
Parados en la cabeza de un alfiler
Por Carlos Acosta & Majo Acosta
El autor y editor comparte su diagnóstico sobre el impacto
de la pandemia en nuestra cultura y define con lucidez el rol
de Estado, los medios y la política en esta crisis.
¿Qué ha provocado esta pandemia en nosotros?
El COVID ha producido una disrupción, y lo que es connatural a las disrupciones
es que afectan las trayectorias y uno no sabe en qué sentido las afecta. Puede ser
que algunos procesos se aceleren y otros se detengan. Pero puede ser también
que introduzca cosas que no estaban en la escena. Es muy difícil saber hoy qué
mundo va a salir de la experiencia del COVID, que impactó en algunas cuestiones
básicas de nuestra experiencia civilizatoria.
La cultura de la modernidad, de la que todavía somos parte, es una cultura del
movimiento. ¿Qué quiere decir? A diferencia de las culturas tradicionales que son
culturas de la quietud, culturas en las que la gente nace y muere en el mismo
pueblo, tiene los oficios o profesiones de sus padres, participa de sistemas de
creencias religiosas de sus mayores y no cambia su estatus social a lo largo de su
vida. La modernidad es una cultura del movimiento porque nosotros no elegimos
los oficios de nuestros mayores; no necesariamente participamos de las creencias
religiosas de nuestros padres ni de sus ideologías políticas. Nos movemos en
términos de elección sexual. Incluso hoy en día de elección de género. Es una
cultura que propicia el desplazamiento. Tenemos que ser lo más diferentes
posible de lo que éramos en el sitio en el que nacimos cuando nacimos. Para una
cultura del movimiento, el hecho de quedarse inmóvil durante un año es una
experiencia impensada. Ninguno de nosotros imaginó que esto podía ser parte
de su historia a menos que estuviera seriamente enfermo. O que fuera puesto
en prisión. Las únicas dos formas de evitar el movimiento en nuestra cultura son
dos formas profundamente traumáticas. ¿Qué va a significar esto? No lo sé, pero
algo significará seguramente. Porque no solo la intensidad sino la duración de la
experiencia es muy relevante.
El COVID también provocó otras cosas. Para todos nosotros la globalización era un
concepto abstracto, como todo concepto. Sabíamos que un teléfono se diseñaba
en California, se armaba en China y se vendía en Buenos Aires. De pronto un
hombre come una sopa en un mercado chino una mañana y a la tarde el mundo
entero está enfermo. Es decir, el conocido aforismo de la teoría del caos, según el
cual el aleteo de una mariposa en China puede provocar una tempestad en no sé
dónde, se cumplió. Y nosotros usábamos ese aforismo para mostrar una situación
que era teóricamente posible de pensar pero empíricamente imposible de vivir. El
impacto que provocó que nos enteráramos de una enfermedad en China y a las
pocas semanas olas de muertos en Italia, en España, en Nueva York, etcétera, fue
terrible, nos hizo ver que estamos parados en la cabeza de un alfiler. El espacio
realmente colapsó.
Entonces el COVID está proponiendo formas de percepción del espacio y de la
experiencia muy extrañas, muy nuevas, muy diferentes, muy imprevistas, muy
indeseadas. Nuestra cultura tiene una ideología de la salud muy potente según la
cual si uno hace un tipo de vida determinada, hace ejercicio y tiene los recursos
para pagarse determinado acceso a cierto tipo de medicina, la enfermedad es
algo que no va a ocurrir, y la muerte es algo que se va a postergar. Y de pronto la
pandemia nos hizo ver que por más esfuerzos que hagamos la muerte es algo que
va junto con la vida, que van caminando parejamente y haciéndose zancadillas.
La muerte no es solo el resultado de los errores o de la extrema vejez sino que
es algo que tiene que ver con la vida. Y esto es algo que nuestra civilización, a
diferencia de otras civilizaciones, está redescubriendo con pánico.
Aparecen muchos problemas de este tipo y señalaría el último: la percepción
del otro. Dos días antes de que se declarara la primera cuarentena, yo volvía a
mi casa en subte en una hora de alto tránsito, y el vagón estaba tan lleno de
gente que para subir había que dejar pasar un tren o dos, y luego uno podía subir
aplastándose contra todos los demás. Esa es una situación impensable a partir
de ahora y por mucho tiempo. Los otros que nos apretaban, nos invadían con
sus olores, nos tocaban; irreflexivamente, hoy son portadores de enfermedades.
El cuerpo del otro y el propio no es solo vehículo de la expresión del afecto, del
contacto o de la humanidad, sino también una amenaza. ¿Qué va a hacer el COVID
con todo esto? Bueno, no lo sé. Estoy hablando de dimensiones de la experiencia
por no hablar de los efectos en la economía…
Te escuché decir que las libertades que nos quitaron no serán devueltas tan
fácilmente. Y pienso en el Estado, con la aplicación Cuidar, pero también en
la forma en que cedemos nuestra información a las compañías tecnológicas.
¿Cómo imaginás la salida?
Efectivamente hubo un primer momento de cesión de poder al Ejecutivo
absolutamente irreflexiva, que se puede explicar en parte por un sentimiento
de responsabilidad ciudadana: hay una crisis, démosle el poder a la autoridad. Y
en parte por el miedo, me siento amenazado, quiero que alguien me cuide. Son
dos sentimientos muy comprensibles pero detrás de los cuales tiene que venir la
conducta vigilante de una sociedad que debe saber que entregar cuotas de poder
a la autoridad nunca es gratis.
Vos mencionabas la aplicación Cuidar, ¿por qué en el mes de octubre, habiendo
empezado esto en marzo, yo tengo que seguir mostrándole a un funcionario
público que tengo una razón para estar en la calle? ¿Por qué no puedo hacerme
responsable de mi conducta? Esto no es racional, es el ejemplo de cómo el poder
captura cuotas que después no quiere devolver a la sociedad.
Hay una disposición a ceder cuotas de autonomía. Algunas las cedemos al Estado,
otras las cedemos a la tecnología. Le cedemos a la tecnología muchas capacidades,
muchas formas de incidir sobre nuestras vidas, mucha información acerca de lo
que hacemos y eso también es muy problemático. Y lo es en un momento en
el que buena parte de nuestras vidas es puramente digital. Entonces creo que
efectivamente es necesario tener discusiones acerca de cuáles son los límites
que el Estado y que la tecnología pueden y deben tener para no permear nuestra
intimidad, para no interferir con nuestras decisiones, etcétera.
¿Cómo ha sido el rol de los medios en toda esta época? ¿Cómo han influenciado
de un lado y del otro?
Creo que en tu pregunta está la respuesta. Vos dijiste de un lado y del otro. Me
parece que eso es clave, porque es revelador de un estado de cosas, del cual yo
soy muy crítico. Los medios están alineados con la polarización de la política y con
parte de la sociedad que participa de la polarización, que no es toda la sociedad
pero es la que se hace oír. Y los medios son parte de esa sociedad polarizada.
La
conducta de los medios ha sido la de acompañar lo que creen que sus audiencias
esperan que digan. Esto no es algo que aparece en la pandemia, pero en ella se
vuelve particularmente grave. Politizar las decisiones sobre la pandemia es un
rasgo de la incapacidad de nuestras clases dirigentes de entender la gravedad
de los problemas que atravesamos. Uno podría aceptar la polarización política
si supone que efectivamente detrás de cada sector hay, como se dice, proyectos
de país diferentes y se discuten. Pero es más difícil de entender la politización
polarizada de decisiones vinculadas con la gestión de una crisis de esta naturaleza.
Y los medios no se han sustraído de ese problema, han seguido actuando para
sus audiencias, han seguido diciendo lo que ellos creen que sus públicos quieren
escuchar. Yo creo que esto es muy grave. Esto es algo que también hace la clase
política.
Tener una voz pública implica responsabilidades que no son solamente la
satisfacción de la demanda. Uno tiene una responsabilidad que es la de interrogar
las verdaderas razones de las cosas que ocurren, pensar las mejores soluciones,
y pensar de un modo que sea relativamente indiferente a la ideología de quien
escucha. Los medios una vez más han negado la posibilidad de abrirse a un
debate franco, a discutir con argumentos y con razones públicas, a confrontar
puntos de vista diferentes, a poner en duda lo que creen sus propios columnistas.
Los medios han cerrado filas cada uno con sus públicos agravando la condición de
enfrentamiento, de dificultad, etc. Desgraciadamente los medios mayoritariamente
no han hecho una contribución a la gestión de esta crisis. Uno espera un tono
reflexivo, un tono interrogativo. Que la gente trate de encontrar lo mejor que hay
en el adversario político o en el que no piensa como uno. Y no denostar al que
no piensa como uno, deslegitimar al adversario político, politizar las decisiones
técnicas.
¿Hay una resignificación de las redes sociales a partir de la pandemia?
Yo soy muy crítico de las redes sociales. Las redes contribuyen a la radicalización,
a la polarización, a lo que se conoce como efecto burbuja, es decir, a que cada
uno hable con los que piensan como uno y no con los que piensan diferente.
Cortan los debates y los diálogos en lugar de estimularlos. Y hacen que cada uno
piense que tiene razón en lo que dice y no pueda tomar en cuenta el punto de
vista de los demás. Creo que las redes, en este contexto, también han actuado
a favor de esa lógica y no de una lógica vinculada con el interés general o con
el bien común. Pero porque están diseñadas para eso. Hay muchos estudios,
algunos muy importantes y sobrecogedores, acerca de cómo las redes inciden
para que los modos de intervención sean agresivos. Las redes no son una buena
contribución a la vida democrática. Y estamos viviendo horas muy bajas de la vida
democrática. Es una democracia que no está sirviendo ni para garantizar una vida
mínimamente digna a la mitad de la población argentina. No olvidemos que a fin
de este año dos de cada tres chicos van a ser pobres en nuestro país. Uno de cada
cinco va a ser indigente. Indigente quiere decir que las calorías que consume cada
día no reponen las que su cuerpo gasta por el solo hecho de vivir. A fin de este
año, el producto bruto por habitante va a ser el mismo que el del año 1975. Son
cincuenta años perdidos desde el punto de vista del desarrollo económico. Con
niveles de pobreza y desigualdad siete, ocho o diez veces mayores que en el 75.
Entonces sin dudas hay poco lugar para la esperanza. Yo creo que no debemos
cancelarla sino que debemos producirla. Debemos producirla en primer término
advirtiendo acerca de las dificultades que enfrentamos.
¿Cuál es el rol de lo privado frente a todo esto?
Habitualmente las discusiones entre nosotros, y simplifico, son discusiones que
oponen el mercado al Estado. Entonces uno ve que diferentes gobiernos hacen
políticas no muy distintas pero que unos reivindican el rol del Estado y otros el
del mercado. Yo creo que hacerlo es olvidar que tanto el Estado como el mercado
son dispositivos que tienen que estar al servicio de la sociedad civil. Que lo que
nos tiene que importar es el modo en el que vivimos juntos en una sociedad
compleja. Y que para ello necesitamos muchas cosas que deben ser provistas
desde diferentes instituciones.
El problema es cómo organizar nuestra vida en común de un modo satisfactorio,
es decir que cada uno defina su proyecto de vida con autonomía. Para que eso
pueda ocurrir necesitamos instituciones que son en parte instituciones estatales,
porque garantizan el marco jurídico que entre otras cosas evita que la violencia
circule por la sociedad, pero también permite que existan bienes públicos de calidad
a los que todos recurrimos o a los que todos deberíamos recurrir. Por supuesto
seguridad, justicia, educación, salud, infraestructuras, etc. El mercado tiene otro
papel que básicamente es el de producir los bienes materiales necesarios para
que la vida en común sea posible, y también el de permitir canalizar la capacidad
productiva de los individuos y de los grupos, de los actores sociales. Pero tanto el
Estado como el mercado olvidan muchas veces que son herramientas al servicio
del bien común. Que no podemos pensar que nuestros vínculos son vínculos
puramente mercantiles, que los únicos intercambios valiosos son aquellos en los
que hay una dimensión transaccional económica, para decirlo tonta y llanamente,
en comprar y vender cosas. Nuestra cultura muchas veces nos hace olvidar que
hay formas de relación que no dependen de la transacción económica y que a
la vez no son de la vida privada. La sociedad en su conjunto debería establecer
otro tipo de relaciones de intercambio que no sean mercantiles. En la Argentina
tenemos discusiones muy sencillas y muy polares, la conversación oscila entre los
que defienden una cosa y la otra y olvidan que hay algo que es más importante
que las dos.
Al principio de la pandemia, algunos autores veían una posibilidad de
reformular algunas cosas, una nueva versión del capitalismo, una relación
distinta con el consumo. ¿Cómo creés vamos a salir de todo esto en términos
de humanidad?
De lo que estoy seguro es que nuestras sociedades salen peor de lo que estaban. Eso
en términos fácticos, en términos empíricos. El COVID va a dejar más pobreza, más
desigualdad, menos posibilidades para el desarrollo de los proyectos personales
de las que había antes. Mucha frustración y mucho fracaso en mucha gente. Eso
es lo que sabemos que no es evitable y que tendremos que ver cómo reparar,
pero no podemos hacer que no ocurra.
Ahora, la otra pregunta es más difícil, porque no tiene que ver con la observación
sino con la especulación. ¿Aprenderemos que buena parte de nuestro consumo era
innecesario? ¿Que nuestra relación con la naturaleza estaba distorsionada? ¿Que
nuestro uso de los recursos naturales era abusivo? ¿Que nuestro vínculo con los
animales es cruel? ¿Que nuestras formas de interacción entre humanos se habían
mercantilizado a niveles extraordinarios? Bueno, no veo buenas razones para que
lo aprendamos. De la Segunda Guerra Mundial salieron los treinta años de mayor
prosperidad y de mayor colaboración que Occidente conoció en su historia. Pero
de la Primera Guerra Mundial salió un mundo dolorido, lleno de resentimientos y
rencores, de angustias y de temores respecto de los otros que provocó la Segunda
Guerra. Es decir que situaciones dramáticas no necesariamente producen efectos
buenos o malos, producen lo que sabemos hacer con ellas. Y por eso yo creo que es
tan importante renovar las características de nuestra conversación pública. Pienso
que los medios deberían contribuir a producir amistad cívica y no enfrentamiento
social. Que la clase política debería colaborar en el establecimiento de arreglos
cooperativos y no confrontativos o competitivos. Que nuestras dirigencias
económicas deberían ser capaces de incluir en sus proyectos a aquellos que están
involucrados con ellos y no considerarlos un lastre o un peso.
Creo que hay una serie de problemas muy profundos en nuestra sociedad que
no permiten ver que la experiencia de la pandemia nos llevará a un lugar mejor.
Vamos a ir a un lugar mejor si revisamos las conductas de las clases dirigentes,
si revisamos los acuerdos institucionales, si revisamos la calidad de nuestra
democracia y la convertimos en una democracia participativa, intensa, en una
democracia atenta al dolor social que produce nuestro país. Si la convertimos en
una democracia en la que la ciudadanía no se reduzca al acto electoral sino que
sea exigente en términos de producción y utilización de bienes públicos.
Quiero decir, me parece que hay demasiadas tareas para hacer antes de suponer
que la pandemia puede provocar buenos efectos. Y lo que no veo es voluntad
de hacer esas tareas. Uno ve un Parlamento que se reúne para discutir cosas
que no son relevantes. Un Poder Ejecutivo que tiene una agenda que no es la
agenda de la sociedad y que no entiende cuáles son los problemas a los cuales
debe dedicarse. Una oposición que actúa como si no fuera corresponsable de
los problemas en los que estamos y que se para en la plaza levantando el dedo
para acusar al gobierno de ser un montón de porquerías. Uno ve medios de
comunicación más preocupados por el aplauso de sus públicos que por contribuir
a la reflexión que ayude a salir de esta situación. Uno ve cosas que no son las que
querría ver para poder pensar que vamos a estar mejor de lo que estamos. Eso es
verdaderamente muy angustiante, muy decepcionante; y sin embargo, no debe
ser lo que nos impida seguir intentado participar de una vida pública que haga
que esta sociedad sea mejor de lo que viene siendo.