Margarita Martínez "El tiempo tecnológico: una dimensión más espacial que temporal"
Por Marta González Muguruza Foto Natalia Marcantoni
Margarita es doctora en Ciencias Sociales (UBA). Docente
e investigadora en distintas universidades nacionales, se
especializa en ciudad, nuevas tecnologías y subjetividades
contemporáneas. Con ella reflexionamos sobre las dimensiones
de lo público y lo privado, y el tiempo y el espacio en este momento
tan particular.
En esta edición estamos reflexionando sobre cómo el COVID-19, entre otros
efectos colaterales, nos obligó a volver sobre los conceptos de tiempo y
espacio. ¿Cuál es tu percepción al respecto? Primero es importante decir que en los días actuales no estamos viviendo la
situación de encierro que atravesamos durante los primeros 60 o 90 días de
aislamiento social, que fue un cerrojo súbito e imprevisto; ahora parece que nos
moviéramos en un espacio transicional. Aclarado esto, y yendo puntualmente
a aquel primer momento de la cuarentena, el hecho de estar inmovilizados en
nuestros hogares nos volvió a exponer a una forma del tiempo básicamente
premoderna: el tiempo cíclico, el tiempo del cambio de la luz, del hambre y la
saciedad, de los ritmos biológicos. Pero a diferencia de lo que pasa en cualquier
otra situación de clausura –impuesta o no, porque el encierro carcelario, por
ejemplo, también pone a las personas ante el tiempo cíclico–, nosotros teníamos
a mano el tiempo continuo de las redes, y esta combinación nos expuso a una
experiencia inédita. Pasado el primer estupor, después el primer aburrimiento, y
pasada la sensación de “falta del afuera”, el tiempo orgánico empezó a ritmar la
existencia despegándose de la grilla horaria clásica. Y entonces ese tiempo cíclico
se superpuso a una nueva forma del espacio. Consultar las redes pasó a ser una
suerte de “salir al afuera”: la vida se iba convirtiendo en el ciclo de la luz, de la
preparación de las comidas, del orden y la limpieza, pero el “paseo por la calle”
pasó a ser el presente continuo tecnológico de la red. La percepción del tiempo
cambió dramáticamente para todos nosotros pero a esta primera distorsión
sucedió entonces una segunda, que fue creer que el presente tecnológico era
el espacio y no el tiempo. Es decir, el tiempo tecnológico se asumió como un
descanso del ciclo “de lo siempre igual”, y eso se tramitó percibiéndolo como una
dimensión diferente, más espacial que temporal. Hoy, con las nuevas condiciones
de apertura, estas variables empiezan a ocupar también un lugar más próximo al
que tenían en la vida previa: los horarios de trabajo se estabilizan, se puede salir
materialmente al afuera con ciertas regulaciones, hay quienes retornaron a sus
oficinas sin estar vinculados con profesiones de la salud. No obstante, los efectos
psíquicos del primer momento se sienten enormemente en el pulso anímico de
la gente y se manifiesta, sobre todo, en reacciones extemporáneas, en cambios
en los vínculos.
La pandemia nos obligó a una hiperexposición, a una transparencia de la
intimidad de nuestro hogar en el ámbito laboral y viceversa. ¿Hay división
entre el adentro y el afuera? En efecto, hubo modulaciones en la exposición de la intimidad, y los primeros
gestos tuvieron que ver con una hiperexposición, aunque de todos modos no fue
“obligada”. Se vivió como una necesidad. En primer lugar, descubrimos que las
redes sociales eran mucho más “sociales” que lo que estábamos dispuestos a
admitir. Sin el contrapeso de la presencia, muchas prácticas perdían o cambiaban
sus sentidos. Hubo quienes empezaron a hacer “vivos”, quienes pasaron de una
productividad de contenidos baja a otra maníaca. Hablo ahora de la exposición
voluntaria y no asociada con el trabajo. Desde ya, se filtró intimidad en los espacios
laborales. Ocurrió también que no poder mostrar una vida social afectó a muchas
personas, vulgares hombres y mujeres de a pie, y no solo a las celebrities que
siempre sacan su buena tajada de corazones haciendo lo que sea. Y en estas
conductas atípicas hubo diferentes momentos: primero se manifestó cierta
rebelión bajo la proliferación de una euforia –hiperproducción de memes, por
ejemplo–, luego comportamientos más apáticos e iracundos (resurgimiento de
debates muy virulentos), después aceptación o bien nueva rebelión resignada,
hasta un cierto punto de equilibrio. Respecto de las variables de la intimidad
que comenzaron a mostrarse maníacamente, podemos decir que se asociaron
enormemente con acciones de la vida cotidiana (qué cocino, cómo hago jardinería,
mis plantas, mi ventana, mi gato o mi perro, mi momento con la copa de vino por
la noche, mi trabajo, imágenes de mis zooms, etc.). En cambio, en aquel primer
momento disminuyeron enormemente las selfies de artificio o más teatralizadas,
que ya volvieron a ganar territorio al día de hoy. ¿Por qué? Porque había temor a
una mirada social que censurara la frivolidad en un momento de crisis sanitaria
grave. Entonces a la mostración del propio cuerpo o rostro sucedió la mostración
de los estados de ánimo supuestamente auténticos a la hora de subir material.
Claro que poco sabemos acerca de la autenticidad o no de esto que se sube, pero
sí sabemos que las personas parecieron más dispuestas a manifestar estados
de frustración, o bien a desaparecer en términos de autoexhibición cuando no
sentían que por eso podían “conseguir algo”. De todos modos, ya hace rato que
nos cuesta distinguir lo genuino de lo escenificado, más allá de la voluntad siempre
presente de parecer espontáneo, porque si puedo ver esos comportamientos en
los otros es porque ya los estoy deduciendo de lo que esos otros “suben” a redes.
A menos que los vea cotidianamente en vivo nada sé sobre lo genuino o no de
esas imágenes que suben. Entonces apuntaría más bien a que hubo una intención
de mostrarse genuinamente en lo cotidiano, más allá de que fuera poco o muy
genuino aquello que se mostraba. Evidentemente, la división entre el adentro y
el afuera de los espacios “reales” empezó a desdibujarse y la confusión entre lo
verdadero y lo impostado se hizo más manifiesta que antes.
¿Podrías ahondar en el concepto de extimidad? Quien definió originariamente el término extimidad fue Jacques Lacan, pero quien
lo reversionó para pensar el problema de las redes es la investigadora argentina
residente en Brasil, Paula Sibilia. Ella define a la extimidad como una “intimidad
que nace para ser pública”. En este sentido, se constituye en un tercer estado
entre los dos que conocíamos antes, lo íntimo y lo público. Quizás un ejemplo lo
aclare bien: si antes sacaba fotos en una fiesta de cumpleaños familiar, esas fotos
podían ser vistas por los protagonistas o por amigos muy cercanos a quienes
invitara a mi casa y se las mostrara. Hoy pongo esas imágenes al alcance de mis
contactos en una red como Instagram y pueden ser vistas por personas que tenga
ahí y a las que quizás no haya visto nunca en la presencia. Este tercer estado
origina situaciones inéditas, por ejemplo, que yo pueda reconocer en un andén
de subte a alguien porque apareció mucho en fotos de terceros en mis redes.
Quizá sepa hasta su nombre, o qué hizo una cierta noche, y esa persona ignora
absolutamente mi conocimiento sobre sí. A este tipo de fenómenos cruzados y
paradójicos nos referimos con la extimidad. También a aquel otro proceso que se
da cuando alguien tiene muchos seguidores sin ser una celebrity pero empieza
a sostener con sus seguidores la distancia que tendría una estrella respecto de
sus fans. En las historias de Instagram hay buenos ejemplos de esta forma de la
extimidad. Subo historias para que otros vayan siguiendo mi vida en vivo, como
si se tratara de un reality. Pero ni es un reality ni yo soy una celebrity. ¿Qué
nuevas formas de relación originan estas dinámicas? Es una de las preguntas más
interesantes para ser formuladas hoy desde el momento en que empieza a tener
una enorme importante social y para el bienestar individual nuestro lugar en el
ranking de corazones.
Se dice que las personas solo se sinceran frente al algoritmo. Mienten en
las encuestas, mienten a sus familiares y amigos, mienten a los médicos,
mienten a todos por querer dar una mejor versión de ellas mismas, y es en
sus búsquedas digitales donde quedan expuestos sus verdaderos intereses,
miedos y gustos. ¿Qué opinás? Opino que hay mucha verdad en este enunciado y no porque tengamos
necesariamente una voluntad de mentir u ocultar a nuestro entorno nuestras
opiniones o gustos, sino porque muchas veces aquello que “levanta” el algoritmo
es algo que consideramos poco trascendente como para contarlo a nuestros
afectos cercanos, y que sin embargo define enormemente quiénes somos. Por
supuesto también hay búsquedas de todo orden que no quisiéramos que aquellas
personas cercanas conocieran (desde la búsqueda de un producto a adquirir a la
de imágenes de alguna persona que pueda interesarnos). Entre ambos procesos,
entonces, podemos decir que el smartphone conoce más de nosotros mismos
que lo que sabe cualquier persona que vive con nosotros. Esto es sumamente
inquietante y explica también por qué nos sentimos tan vulnerados cuando lo
perdemos o nos lo roban; contiene el impulso secreto, aquello no planificado pero
que decidimos buscar, contiene toda nuestra pasión voyeurística, lo permitido y
lo prohibido, y en ese sentido está en un contacto mucho más cercano con lo que
la época denomina “deseo”.
¿La vida en las redes es menos real que el espacio donde está nuestro cuerpo? En principio diría que no. Si algo que ocurre cuando miro una red tiene la
capacidad de sustraerme mentalmente del lugar en donde estoy físicamente, o
me trastorna anímicamente y me deja en un limbo, sin dudas también modela
ese real o bien señala las fisuras que contenía ese real. Más que en términos de
oposición, de duplicación o de presentación de lo mismo pero con una densidad
menor, yo definiría lo virtual como algo que tiene una absoluta continuidad
con lo que llamamos “lo real”. Además, el vector de las relaciones sociales está
pasando cada vez más por la virtualidad, de modo tal que no podemos decir que
la virtualidad sea un real rebajado. Es un problema ontológico. El contacto vía red
se ha vuelto imprescindible para la vida social, para ser alguien socialmente, y eso
es real. Se relaciona con lo que hacemos un viernes, un sábado, se relaciona con
dónde trabajamos, con qué hacemos y a quiénes llegamos con lo que hacemos.
Desde luego que esto significa también quedar a disposición del mercado en
nuestras variables más íntimas, significa que nuestra relación con la máquina es
simbiótica y plena. Quizá sea el momento de aceptar que, en el mundo humano,
la máquina no es “el extranjero” ni “lo inhumano”, como supo leerla la cultura.
Y entonces se comprende mejor por qué tenemos tanto temor con los efectos
que tengan esas prácticas sobre nuestra vida llamada “real”. Nuestros temores,
tal vez, se relacionan –más que con la aparición de nuevos aparatos– con la
caída de vectores de índole moral que regulaban la vida de nuestras sociedades
modernas (por ejemplo, la vergüenza). Y lo que sobre todo resulta verdaderamente
perturbador es que no parezca haber una verdad nuclear asociable al “sujeto” ni
algo que pueda ser más verdadero, socialmente hablando, no individualmente
hablando, que la simple apariencia, tal como Guy Debord había planteado hace
casi cincuenta años en La sociedad del espectáculo. Este aspecto también es
algo que trabaja muy bien Paula Sibilia, que señala que a partir de los años 70
del siglo XX hubo un desplazamiento violento de la intimidad hacia el afuera.
Antes se construía la imagen social desde un centro considerado interior. Ahora
vivimos una transformación muy profunda que traza una nueva codificación de
lo propio, que nos enseña a traficarnos a nosotros mismos bajo la forma de la
imagen y la apariencia, y ya no podemos postular una “vida externa cerrada” sino
una vida abierta en la literalidad de la piel y en las metáforas de la interioridad.
Las diferencias entre lo público y lo privado siguen existiendo, en lo jurídico
por ejemplo, pero lo que pasa en las pantallas se trasvasa permanentemente a
nuestras circunstancias cotidianas.
En tu charla en +Code hablabas de que en términos fácticos aún nos incomoda
que la apariencia esté sobredimensionada. ¿Cómo lo manejamos? Lo manejamos básicamente echándole la culpa a los aparatos, como si nos hubieran
pervertido y convertido en frívolos adoradores de la imagen. “Antes éramos más
genuinos, más verdaderos, vivíamos en la experiencia real y teníamos emociones
auténticas, pero apareció el celular –o las redes– y empezamos a vivir en el mundo
de las falsas apariencias”. No. Cuando un aparato aparece y triunfa socialmente,
es porque había una necesidad de aquello que el aparato permite. La práctica de
la selfie lo demuestra bien. No nos sacamos selfies porque tenemos celulares, sino
que el aparato, originalmente concebido para hablar, se convierte en una terminal
de mensajes primero y de imágenes después, y termina siendo diseñado por esa
práctica imprevisible en su origen volviéndose más liviano, más ergonómico en
el sentido de sostenerlo para una toma fotográfica. Entonces porque queríamos
y teníamos necesidad de mostrarnos, inventamos unos aparatos y los adaptamos
a esa nueva pasión. Ahora bien, como señala el filósofo de la técnica Gilbert
Simondon, la modernidad nos enseñó a echarle la culpa a la máquina, a establecer
una relación tajante entre técnica y cultura, y asociar lo inhumano a lo mecánico.
Por ende nada auténtico parece pasar ahí donde hay una relación mediada por un
artefacto. Nuestro primer aprendizaje es desconfiar de este tipo de enunciados.
Por lo demás, en efecto nos incomoda que la apariencia no se considere como
algo que oculta una interioridad sino que sintetiza “todo lo que hay”. ¿Esto
significaría, entonces, que no tenemos interioridad? Tampoco. Significa que nos
costará posiblemente más vincularnos desde ahí, pero es posible. Mientras tanto,
estos temores se manejan activando discursos apocalípticos y tecnofóbicos, y en
muchos casos sosteniendo discursos que suponen cierta ecología liviana, porque
finalmente reclamamos más “experiencia real” pero pocos estamos dispuestos a
usar el celular una o dos horas por día y luego apagarlo.
Recientemente hubo un “revuelo en redes” donde un youtuber contactó a
una presentadora de TV y le preguntó cuántos likes tenía que juntar en
su tuit para que ella accediera a una cita con él. Ella puso el número, él lo
alcanzó y a la hora de poner fecha ella empezó a dudar y toda la comunidad
de seguidores le empezó a meter presión para que aceptara. Finalmente
tuvieron su cita y fue transmitida en vivo. La tecnología como facilitadora,
el rol del follower, los contratos sociales de cada plataforma y la seriedad
con la que se los toman, la espectacularización de algo tan íntimo como lo
es una cita… ¿por dónde querés empezar? Sobre esto, y recordando antes la importancia del ranking de corazones, vemos
una vez más cómo aquí aparece, en la presentadora respecto de sus seguidores,
la conducta de la star respecto de sus admiradores: hay que complacer al público,
satisfacerlo. En suma, esta misma conducta, en el espacio analógico, nos parecería
absurda: que esa presentadora, por ejemplo, se parara en una esquina con una
urna para que quienes pasen, voten sobre si ella debe salir o no el sábado con
un individuo X. Nos parecería propio de alguien desquiciado. En el espacio de las
redes, sin embargo, lo aceptamos con naturalidad: quien se expone debe hacerse
cargo de esa exposición, y si la presentadora avaló el juego, luego debe cumplir.
Evidentemente es un fenómeno asociado con la extimidad que tenía algún que
otro antecedente cuando, por ejemplo, en un concurso el premio era cenar con la
estrella. En todo caso, se asume que esa cena, tanto la de la estrella con el ganador
del concurso como la de la presentadora con el youtuber, no rozan realmente la
intimidad sino que son eventos nacidos para ser espectacularizados. El problema
es cuando cualquiera de nosotros, sin mediar seguidores ni concursos, empieza a
hacer cosas para poder mostrarlas. Fabrico salidas que quizá no quería hacer un
sábado porque debo mostrar que los sábados salgo y me divierto (desde luego
hablo del contexto previo a la pandemia). O bien me visto mejor que lo habitual
para ir a una cena que no me interesa porque sé que alguien va a sacar una foto
de la mesa y la va a subir a redes. En todo caso, si la presentadora entró en el
juego debe cumplir con lo prometido si no quiere la máxima penalización en ese
mismo espacio, que es la baja de seguidores, la ausencia de mirada, la caída en el
ranking de corazones.
¿Quedarán atrás quienes no sean digitalmente fluidos? Depende. Así como antes se decía que quienes tenían más edad eran más reacios
a entrar en la dinámica de estos aparatos y prácticas, ahora observamos que
quienes nacieron ya dentro de una sociedad que hizo de la vida un espectáculo
–jóvenes de entre 15 y 22 años, por ejemplo– tienen una enorme resistencia a
sacarse selfies o a exhibir escenas de sus vidas cotidianas. ¿Qué significa esto? Que
ese “afuera” que son las redes ya fueron asumidos por ellos como un espacio que
contiene peligros, cosa que no asumieron tan fácilmente quienes tienen más edad
por la sencilla razón de que también salieron, en sus infancias y adolescencias,
con menos precauciones a la calle. Entonces hay muchos jóvenes que no son
digitalmente fluidos por más que conocen y saben manejar sus dispositivos y
programas perfectamente, y no constituyen ninguna retaguardia sino más bien
una vanguardia que debemos observar con atención.